Micaela
Miranda tuvo problemas de insalubridad en su clase al llegar las primeras
lluvias y enfriarse el tiempo. Hubo que desinfectar la clase de chinches y pulgas,
lo que le llevó tenerla un día cerrada que ella aprovechó para llevar a las
niñas de excursión. Las llevó a un paraje de altos relieves y tierras arenosas
sembradas de frutales entre huertas y olivos. Un lugar pintoresco, conmovedor por
su rareza quebradiza, conformado por altas laderas de pendientes bruscas, a
cuyos bloques de arena maciza se enraízan lechines viejísimos y matas de
esparragueras y de pitas. Laderas que descansan sobre estrechos cañones como
ramblas fecundas. Conmueve encontrase ese lugar por la diferencia que marca en
su entorno de llanos y cerritos cereales. Es abundante en agua de varios
manantiales, en uno de los cuales había un lavadero de piedras grandes,
desgastadas, cubierto por cañizo y tejas sueltas. Hasta allí llegaban las
mujeres pobres, cargadas de grandes bultos de ropa para lavar y tender al sol.
La tendían en los alambres sin púas que el dueño de la huerta había instalado
sujetos a palos clavados en la tierra. Algunas mujeres iban acompañas de un
hijo o un hermano que le transportaba la ropa en un burro pequeño.
Las
niñas, sin cortapisas de otras obligaciones y sin límites de espacio el día de
la excursión a Tentecarreta,
correteaban de un lado para otro como animalitos dóciles, como gatitas curiosas
que olisquean por doquier, admirándose al descubrir los huecos profundos al pie
de los troncos de los olivos, haciendo conjeturas entre ellas sobre el origen y
la utilidad de esos agujeros. Las mayores presumían, a veces con la intención
de asustar a las pequeñas, diciendo que en esas cuevas vivían las culebras
venenosas y los zorros salvajes, animales peligrosos de los que había que
cuidarse. Micaela Miranda procuraba desdramatizar los hallazgos, diciendo que además
de zorros y posibles culebras invernando, igual se trataba de simples rendijas
por donde los conejos se meten y hacen largos y entremezclados túneles que se
llaman madrigueras. «La madriguera es donde viven, y no los hacen solamente para
vivir, sino también para despistar a sus depredadores». «¿Y qué son los
depredadores, señorita maestra? ¿Son los ogros del bosque?» «Casi casi». «¡No,
tonta» le contestó otra niña más grande y entendida, «los depredadores son las
máquinas de los agricultores, los arados que rompen las camas de los conejos y
por eso las hacen bajo tierra». La maestra reía con la imaginación de la segunda
niña y aclaraba las dudas de la primera.
Micaela Miranda había descubierto Tentecarreta
en uno de sus paseos en bicicleta y le pareció precioso aquel lugar para las
excursiones, pues además de las pitas y chumberas que colgaban de los
terraplenes, también crecían algunas encinas y almendros agrios. Pero no era un
camino apropiado para pasear en bicicleta, porque estaba cubierto de arenas
sueltas y las ruedas se hundían y se dislocaba la dirección. Era más conforme
para ir caminando y Tentecarreta no
estaba lejos del pueblo. En aquel paraje al que se llega por un camino bordeado
de altos terraplenes sombreados de olivos, un camino de hechizo y sobrecogedor,
de impacto cinematográfico y bucólico, al que los vecinos habían bautizado como
los callejones, tropezó Micaela
Miranda por segunda vez con Santiago, el hombre áspero aquel que se plantó
mirándola fijamente como un idiota el día de su llegaba a Talbania estando con
don Juan en el casino. Antes vio por allí dos chicos apostados en lo alto de un
montículo, bajo un olivo. Ella continuó su camino hasta más adelante, donde
terminaban los callejones y el paisaje se abría con una magnificencia de
relieves ondulados cubiertos de olivares y viñedos. Olivares y viñedos que
ofrecían los únicos verdes del otoño, mezclados con manchas ocres y calizas de
la tierra desnuda. Un espacio profundo que reverberaba en colores múltiples
hasta los picachos azules de la Subbética. Los montículos pelados de la Sierra de Cabra se
extendían desde el sur al este del paisaje como una muralla almenada que
defendiera el valle fructuoso. Era embriagador aquel lugar alto, aquella
altitud dominadora que la sorprendía siempre con su aparecer de repente, como
el plano intencionado de una película, como un flash que se detiene de pronto y
te deja una amplia perspectiva impresionante. Desde allí se divisaban grandes
cortijos en las hondonadas y multitud de casillas blancas, contrastando con el
negror de los olivos viejos en la lejanía.
3 comentarios:
Muy bonito Pruden, mucho. Que bien has descrito el entorno de Tentecarreta y sobre todo lo que se siente estando allí..., es uno de los rincones con más encanto de esta domesticada campiña nuestra. Dan ganas de seguir leyendo. Un saludo.
Pero como bien sabes, la descripción que aquí se hace es muy anterior al estado en que se encuentra ahora, tras la intervención sobre el entorno, tan destructiva paisajísticamente, para la construcción de la "gran" variante vial.
Gracias de todos modos por tu apreciación.
Seguir leyendo, siiii. Venga Pruden, más por favor
Publicar un comentario