Fragmento del capítulo 4
Enfermizo
desde el día que nació se crió con sus abuelos los primeros años Belarmino
Bécquer Campaña. Sus ascendientes fueron pobladores alemanes que por
instrucción de Carlos III colonizaron algunos predios despoblados del Valle del
Guadalquivir. Fue siempre enclenque, ensimismado, un niño solitario y rubio
cuyas caricias y preocupaciones paternas no percibió los primeros años de su
vida, hasta que Justino, tras enviudar, se casó de nuevo y su esposa le dio otro hijo varón que
nació hambriento por mamar bajo los fríos de enero y que pesó más de cuatro
kilos. Su padre lo llamó a la cunita y le sonrió atrayéndolo por la nuca para
que conociera a su hermanito. «Mira, Belarmino, ¿verdad que es bonito tu hermano?
¿Cómo quieres que le pongamos de nombre?» El niño miró a su padre con sus ojos
muy grandes, tan verdes y grandes como heredó de su madre y confuso el ánimo
por la pregunta, pero acertó con la respuesta tal vez por la propia timidez,
por la sorpresa de que su padre lo llamara con suavidad y ternura como nunca hasta entonces había hecho. «Justino. Como
tú. Igual que el abuelo».
─Por lo menos se ve que tienes buen
corazón, hijo mío. Claro, como tu madre. Por eso llevas su nombre y tienes sus
mismos ojos ─concluyó el padre dándole el primer beso de su vida y dejándolo ir.
Pero él seguía siendo un niño echado
aparte. En la escuela y en la calle se reían de él y lo maltrataban los demás
con esa tiranía explícita que los niños demuestran ante los más débiles. Sobre
todo se burlaban de sus ojos diciéndole como una ofensa "ojos de gato", ya que en
Bienlabrada todas las personas los tienen azules y él los tenía de un verde claro deslumbrante. Pero él heredó el nombre y
los ojos de su madre muerta, Belarmina Campaña, que no había nacido en el
pueblo de los repobladores alemanes, sino que su padre la conoció en Tarifa,
cuando fue a esa ciudad a hacer la mili, y allí la hizo su novia y se la trajo al
pueblo una vez que se casaron. Por todos esos desprecios que recibía Belarmino
Bécquer, tomó la iglesia del pueblo como refugio ante las adversidades y
agresiones diarias, y allí se encontraba a salvo y pasaba largas horas mirando
el retablo y las demás imágenes sin que le dijeran nada. No se recluía en la
iglesia por una vocación manifiesta, como pensaba el cura, sino
sencillamente porque se encontraba más protegido y más a gusto que en su casa y
en las calles del pueblo. Bienlabrada, una población aledaña a La Carlota pero
con municipio propio, que continuaba a principios del siglo XX con su modelo de
parcelación agraria adquirida desde sus inicios. Los pequeños labradores, por
fuerza de las divisiones hereditarias contaban cada vez con menos tierras, lo
que los obligaba a desarrollar una ambición intrínseca por el trabajo. Unos
querían agenciar nuevas tierras para vivir holgadamente de ellas; otros sentían
la seducción por emigrar a países de América. En los países de América se
anunciaba el enriquecimiento sin necesidad de destripar terrones ni esperar las
nubes durante los inviernos secos y las primaveras de lluvias desperdigadas.
Justino Bécquer era de los de pensamiento primitivo. Su conciencia se había
enraizado en el afán de poseer la tierra y cultivarla. Le gustaba, la amaba, la
cultivaba con esmero y con esperanza siempre de obtener buenas cosechas. Tenía
más que asumido que a las sequías no hay más que un modo de hacerles frente, y
era tener siempre la alacena repleta. Algunos ahorros en el banco y la alacena
repleta de carne de cerdo en orzas con pringue de manteca. Su espíritu austero
le había desarrollado el sentido de la espera como el único remedio ante las
adversidades de la agricultura. Pero cuando el año era propicio para labrar y sembrar
porque la lluvia viniese en su tiempo y cayera en la medida que la tierra
necesita, sus dos brazos eran poco para el desaforado empeño que las labores
requerían. Necesito los brazos de Belarmino, pensaba, cuando el niño ya había
cumplido la edad escolar, pero el niño dio pronto muestras de no servir para
guiar la yunta de mulos ni sujetar con fuerza el arado al mismo tiempo. Se
criaba muy endeble, cogía todas las enfermedades, crecía muy poco para su edad
y siempre andaba solo y serio. Casi sin amigos. Viendo que en la iglesia se
pasaba eternos ratos sentado, ensimismado, sin rezar o rezando ya fuese tras
acabar la misa o cualquier otro día y a las horas menos previsibles, el cura le
propuso al padre que lo enviase al seminario, considerando para su bien
particular que igual el chico era místico. Quién sabe si al menos no conseguía
un buen obispo de su Belarmino, porque para la escuela había demostrado ser
listo, le aseguraba el cura al padre. El seminario era gratis, y las clases
también. Solo tendría que preocuparse de su ropa y de las medicinas cuando las
necesitase, igual que en casa. Esas pocas razones convencieron a Justino
Bécquer de que si su hijo no le podía ayudar en el campo que al menos pudiese
buscarse la vida por su cuenta, aunque fuese a costa de conchabarse las beatas
del lugar donde lo enviasen con el tiempo, si llegaba a ser cura.
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