Fragmento del capítulo primero
1 La casita
Tengo un montón de cosas que contarte,
¿sabes? Esta casita que he alquilado un
año más está muy bien. El dueño no la considera meramente una cabaña, sino que
la publicita como «un paraíso para ver la luz». Además de lo socarrón que es el
hombre, tiene razón en ello, pues que la casa está orientada al monte por donde
el sol se asoma ya bien tarde. A mí me gusta este lugar. No hace mucho fue una
simple cabaña, sin más posibilidad de acceso que andando o a pezuña y sin aguan
ni luz; la remodelación de su arquitectura y su acomodo para ser habitada la ha
convertido en una casita como ves, agradable y bien ventilada. Es el tercer año
que la alquilamos porque a Juanito le viene bien para sus caminatas por el
bosque. Y al río. Algunos días llega hasta el río con los útiles de pesca y
trae algún salmón. Pero el río está lejos y, aunque se puede llegar en coche,
él prefiere siempre ir andando. Vuelve feliz y me besa. No ha perdido la
costumbre de besarme aun sabiendo que no le correspondo la ternura y que a
veces hasta me incomoda. Pero vuelve cansado y además satisfecho con su pescado
y me lo ofrenda como una más de sus peticiones de cariño. Todo lo que posee o
encuentra me lo ofrece. No me gusta la palabra desvivirse, pero mi primo se
desvive por mí y eso, a las larga, me perturba. Su bondad, por llamarlo de
alguna manera, obra en mí al revés: me produce un rechazo sentimental
vertiginoso. Le hago daño, lo sé. Se lo dije un día, tras acordar que aunque vivamos
juntos cada uno hará su vida particular sin alterar la del otro: Me besas y me
regalas pero tu ternura no deja de ser un chantaje sentimental. Él no lo
entiende así: me besa y me acaricia y me sirve porque es su condición de
esclavo amoroso. Siempre espera ser correspondido con mis labios en su mejilla,
como los mendigos que a la puerta de la iglesia te tienden la mano abierta al
tiempo que te bendicen adulones. O los inmigrantes africanos que quieren
venderte pañuelitos en los semáforos. Le compraste una vez y ya todos los días
te saludan con una gentileza humillante que da lástima, ¿no te parece? Claro,
lo hacen para llamarte la tención, para que no te olvides de que está pidiendo
y que sigue esperando ser correspondido por tu gratitud de un día. Algo
parecido es el comportamiento de Primo Juanito. Y es que cuando un hombre ama a
una mujer sin saber hacer otra cosa, sin practicar otro tipo de sentimientos,
se le paraliza el corazón en la imagen del primer beso recibido. El corazón y
la mente. Primo Juanito tiene la mente anquilosada en el cautiverio de lo que
considera amor. Su amor. Que soy yo.
Con
Martina, su difunta esposa, también se comportaba así de servicial y ella
tampoco lo soportaba. Martina quería que Primo Juanito comprendiera sus dolores
invisibles, que la ayudara en sus crisis de ansiedad, pero él solamente la veía
seria y triste y apenada. Con prepararle la comida cuando ella no podía
levantarse de la cama, creía que la hacía feliz. Él sí era feliz cuidándola,
preguntándole a cada paso si estaba mejor, pegajoso y sumiso, porque no podía
ver lo que sufría Martina.
Ahora,
conmigo, no ha escarmentado de su impasibilidad mortificante. Se viene conmigo
aquí para que yo no tenga que preocuparme de ningún quehacer doméstico. Él
compra, cocina, lava, arregla la casa, plancha la ropa, y cuando pesca algún
pez me lo trae de regalo. No lo deja directamente en el frigorífico para
arreglarlo en su momento, sino que me lo ofrenda con su satisfacción de boca a
boca como si cada vez fuese la primera.
Además
hoy recibí el último mensaje del otro, de Segismundo, ya te hablé de él: no
quiere seguir esta aventura con una mujer que vive con otro y que, por tanto, no
piensa casarse. Lo lamenta, dice; mas le reprocho que escriba esa palabra
cuando a continuación ha de poner el punto final. No hay que lamentar nada,
hombre. Tú a tu búsqueda de la perfecta consolación por la felicidad. No, no le
responderé. Es un hombre separado y busca una mujer como sucedáneo de la
medicación contra el abandono y pensó que yo podría ser el paliativo de su ya
no tan joven edad. Pero me gusta por su delicadeza. Se lo demostré y él arribó
las velas de la ilusión en pos de cautivarme y conseguirme con esta
proposición: separándome yo primero de Juanito y acurrucándome a renglón
seguido junto al brillo de tu triunfo. Pero no haré eso. No lo haré porque
ningún hombre, por mucho que me quiera o lo quiera yo, dejará incólume todo
este universo o territorio que a mis treinta años cumplidos me ha caído como
una tregua o un permiso para ser como me gusta ser. Independiente y libre. No
niego haber deseado entregarme a sus brazos una tarde, una noche, un fin de
semana juntos. Nunca en mi vida de casada ni en la actual se me había ocurrido
esa cosa, la infidelidad, pero ahora, con este señor delicado, me lo estaba
planteando como una exploración de la madurez indolente. Una visita al Niágara.
Esas
cosas que suelen ocurrir porque los gestos se nos escapan de la voluntad. Y se
nos escapan porque la voluntad, a veces y en días decisivos, queda a merced de
la intemperante curiosidad. Entró en la galería buscando una lámpara de los
años cincuenta y de tales características. La había visto en nuestra página
web, pero ya no la teníamos. Ese intercambio de información comercial se
desarrolló sobre una parrilla de admiración recíproca a medio calentar. Él me
miraba con una atención sorprendida y yo le correspondía la sonrisa con los
ojos sobre los suyos. Me rogó que le buscase la lámpara y a los cinco días lo
llamé para que viniese a recogerla. El hombre me traía un regalo. Se llama
Segismundo y me traía un regalo para mi decoro. Soy de las mujeres que no
aderezan su cuerpo con joyas ni con bisutería elegante. Solo muy de tarde en
tarde uso discretos pendientes. Mi abuela me agujereó con toda su buena
intención y amor tradicional las orejitas pero desde mi adolescencia, a
petición mía, mi madre no me compró nunca unos y yo, ya de adolescente, me veía
bien con los ojos y el gusto de mi madre. La alianza de casada sí la conservo
en su estuchito en un cajón del armario. Habría pensado al verme sin alianza
que soy soltera y tal vez por eso pensé que serían unos pendientes lo que
Segismundo me quería regalar en ese momento. Pero era una pulsera de planta
lisa, esta que desde entonces me ha dado por no quitarme ni para lavar los
platos. Así vengo comprobando que es de buena ley, ¿no se dice así de los
materiales preciosos? Ojalá y los jueces y fiscales y abogados también fuesen
todos de buena ley. Pero eso es harina de otro costal, ya te digo.
Me regaló la pulsera con buena
prosodia y mejor tono de voz y yo se la acepté gustosa, descubriendo que en sus
ojos azules relampagueaba un secreto que punzaba por hacerse visible: el
secreto de por qué un hombre ha de llorar por tan poca cosa como es sentirse
feliz por hacer un regalo.
Se
llevó su lámpara y volvió al día siguiente. Los consabidos comentarios sobre
los muebles y cuadros allí expuestos dieron paso, pronto, a la sutilidad del
interés personal. Reconozco que por ambos lados. Segismundo olía muy bien y
vestía con primor sus más de cuarenta años sin barriga. Un afeitado perfecto
dejaba a las claras la salud de su piel tersa y morena. Su dentadura, otra
atracción visual que se agradece.
Además
no es un repipi de la cultura general que despliega. Tiene su parte de buen
humor y lo emplea al dedillo. Se ríe con soltura al referir que el estreno de
alguna ópera famosa de Wargner fue un rotundo fracaso. Le hacen gracia las
equivocaciones de la historia porque parece que así nos vemos más vulnerables
de lo que somos en nuestro entendimiento. Eso dice con propiedad de haberlo
meditado.
No
sé por qué he de darte detalle de su existencia si ya se ha ido por donde vino.
Tal vez le abrí demasiado, o demasiado pronto, las alas de mi capricho
femenino. Me sentía halagada por sus atenciones y buena dicción, por su
conversación que vadeaba los asuntos comunes paladeando, por el contrario, el
tema que nos hacía ir al bar tras cerrar yo la galería. El tema de la seducción
encubierta en la ironía y en las citas culturales. Me hacía la interesante
porque me gustaba ese hombre y me subyugaba ese juego de la inteligencia que no
he practicado nunca, desde la tercera muerte de Ramiro, con Primo Juanito. Dijo
en una ocasión que soy propensa a despertar el deseo en los hombres por mis
contrastes: Cómo una mujer rubia, se sorprende a propósito Segismundo para que
yo lo vea, tan delicada de cuerpo y piel, puede tener una voz tan ronca. Y
añade: «Si a la vista eres una lechuga, el cogollo de una ternísima lechuga»,
le gustaba remarcar sus ideas al menos con dos oraciones superpuestas, «al
oírte uno piensa que oye la voz de la
tierra, la voz honda de la tierra». No le faltaba tampoco la galantería
superflua.
Segismundo, el día que se
presentó con el tercer regalo, algo personal e íntimo que no se puede lucir a
la vista de cualquiera, decidió también ofrecerme su brazo de compañero. Al
estilo de don Antonio Machado en aquella su triste canción, sentí tu mano en la mía, tu mano de
compañera, pero él no lo dijo con tristeza ni nostalgia alguna, al
contrario, con su claro sonido gutural y sin ruborizarse.
Yo
tampoco me ruboricé, pero vi el momento justo de poner las cartas boca arriba.
Le revelé la existencia a mi lado de Primo Juanito. Segismundo se manifestó
orgulloso, soberbio, acaparador, y dispuso de esperarme hasta que yo quedase
libre. Hasta me fijaba una fecha posible para el advenimiento de convertirme en
golondrina. Eso no se lo dije yo; eso se lo inventó él, que yo quisiera volar. Es
muy gentil, pero yo no necesito un hombre gentil porque esa virtud es el
reverso de la moneda en cuyo anverso se inscriben los celos, o, cuanto menos,
el ansia de posesión.
No
quise entonces aceptarle el paquetito rosa con la ropa interior que imaginé
delicada, delicada pero con la advertencia traicionera de que puede ser como un
chapuzón en una calita virgen. Puede haber socavones que tiren de tus pies
hacia abajo. Puede que te falte la respiración incluso dentro de un agua tan
limpia.
Esta aventura o coqueteo nos ha durado cuatro semanas. Intensas de sensaciones engañosas y lucimiento personal. Yo me hubiera lanzado al agua de su cuerpo si no tuviera brazos para protegerme. No sé a qué sabe la infidelidad, pero lo voy presintiendo. ¿O acaso la he estado buscando?
Esta aventura o coqueteo nos ha durado cuatro semanas. Intensas de sensaciones engañosas y lucimiento personal. Yo me hubiera lanzado al agua de su cuerpo si no tuviera brazos para protegerme. No sé a qué sabe la infidelidad, pero lo voy presintiendo. ¿O acaso la he estado buscando?
No hay comentarios:
Publicar un comentario