Ayer se ahorcó un
vecino. Victorio, el apellido no lo sé. Victorio el de Ropi, así lo conocíamos
en el pueblo. Noventa y tres años, viudo y solo. En Montalbán casi todos los
suicidas varones optan por el ahorcamiento, mientas que las mujeres escogen
otro método más espeluznante: se toman un bote de lejía. A Victorio, las últimas
veces que lo he visto aquí mismo en la calle, porque éramos vecinos, me
saludaba con aprecio, tal vez porque era su carácter o por la simpatía sobre la
camaradería política. Siempre me pareció un buen hombre, pero los hijos los tenía
en Francia, donde había sido emigrante durante muchos años. No sé si alguien lo
cuidaba o se apañaba solo, pues se le veía saludable para su edad. Ya no
podremos saludaros más con ese buen ánimo que mostraba.
Yo
oí desde niño los muchos casos de ahorcados que sucedían en el pueblo, solo que
no me sé los nombres ni lo apodos de algunos. El que primero recuerdo, siendo
yo todavía un chavalillo, fue el del Campano. Al parecer un amor contrariado lo
llevó a tomar esa decisión atroz. Años después de su muerte escribí un relato basado
en su locura y su decisión delirante de colgarse de un olivo. Ya estando
casado, se ahorcó Porcelana, que era también vecino nuestro. Porcelana tenía,
como Victorio, la vida más o menos cumplida y los hijos casados. Muchos años
después se ahorcó, también de un olivo, Luis el de la Pura, y fue un suceso
mencionado largamente que se menciona hasta nuestros días. Al parecer, iba Luis
camino del cementerio y alguien con el que se cruzó le preguntó que a dónde iba:
A ahorcarme, fue su rotunda respuesta. Lo cual parece un chiste de Groucho Marx,
pero fue su adiós definitivo, macabro.
En
mi barrio, además de Porcelana y Luis el de la Pura, también se ahorcó en el
almacén próspero de materiales de construcción de sus hijos, el Prieto. No
recuerdo, o no lo sé, su nombre propio, pero todos lo conocíamos por el
apellido. Igualmente, y no hace muchos años, un jornalero llamado José el Chano,
padre de seis hijas y un hijo. escogió la higuera de su corral para el acto
final de su vida. Asimismo, y por aquellas fechas de principios de siglo, el
llamado Niño de las Tortas, porque a eso se dedicó durante muchos años, también
escogió la higuera de su corral para decir adiós a la vida. Era un pobre hombre
con deficiencia intelectual, por lo que me preció extremadamente extraño su
decisión de quitarse la vida.
Creo
recordar que fue en 2016 cuando se ahorcó un joven al que apreciaba bien. Era
un hombre simpático y de sonrisa dispuesta siempre para el saludo. Esta muerte
me causó más pesar que muchas otras. Había sido seminarista pero abandonó los
hábitos cuando ya estaba próximo para confirmarse. Se casó con una chica del
pueblo y a los pocos años se divorciaron. Nos llevábamos bien y a veces
hablamos de pasar una temporada en el seminario donde él iba algunas temporadas
para reflexionar en recogimiento, según me dijo. Su padre es un agricultor
solvente y él llegó el día fatídico de trabajar, entró el tractor a la cochera
y allí se colgó de un cordel. Digo que su muerte me causó pesar porque era un
creyente practicante, lo que contradice los preceptos de la Iglesia. Pues
aunque uno no sea creyente, la decisión última de este joven me trastocó el
entendimiento entre la fe y el suicidio.
El
verano de 2017 se suicidaron dos primos hermanos. El uno padecía enfermedad
mental por lo que pasaba temporadas recluido en manicomios. Este no optó por ahorcarse,
sino que se tiró desde la azotea de su casa a la calle donde quedó sin vida. El
otro, que regentaba un puesto de periódicos, era un tipo genial, alegre y
dicharachero, sin esto no es una concomitancia. Solo tenía un defecto físico en
una mano y en una pierna pero se valía de mañas para trabajar con una sola mano
y ayudarse con el dorso de la otra. Nadie pensaría que un hombre que parecía
feliz se quitase la vida en su propia casa colgándose de la argolla que sujeta
la lámpara.
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