Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

miércoles, 23 de enero de 2008

El Artista del Crimen


1

—La impotencia, por lo general, se manifiesta en el declinar de la existencia del hombre, o en el intervalo de algún período negativo de sus días. A veces en una masca­rada irrisoria que atropella los sueños, o bien se cierne insopor­table sobre todos los músculos, como el musgo se adhiere a los muros de las casas deshabita­das, con una tristeza verduz­ca y empalagosa. A partir de entonces el hombre debe ser precavido a diario para no muellear con la hora del ángelus en la afrenta de la desesperanza.

A la solemnidad del monólogo que se traía el Artista del Crimen, su amigo el Dueño de la Administración Número Uno interpuso una breve aprobación envuelta en suspicaz sonrisa; estupendo, sí señor, estoy de acuerdo, dijo, pero su oblicua observa­ción hala­ga­dora no procedía, ni por asomo, de la índole de los cumpli­dos.

—También suele la impotencia aparecer drásticamente, de forma inesperada, en algún vértigo incontrolable por los nervios del hombre. Entonces emerge violenta, desasistida de ritmo, intemperante en su arregosto o con resabio de orgullo encane­cido. Esto puede ocurrir cuando el hombre carece de dulzura y voluntad, cuando la soledad es una isla abatida y no un vaivén de olas en la sangre como nieblas y soles. La impo­tencia que así domina al hombre puede ser peligrosa, y puede con­cluir con un acto de vandalismo sumamente condenable por toda regla moral.

—Casos hay a porrillo en la historia de cualquier na­ción, ¿no es así? —dijo el Dueño de la Administración Número Uno en tono ratificador, aprovechando la pausa que el Artista del Crimen hizo para embucharse un trinque de su whisky.

—Otra cuestión —continuó su oratoria con la misma pasión acordonada—. Hete aquí a tantos dioses de la vida, reliquias nebulosas del pasado, ahora biografías ilustres donde preña­damente se acumula el rocío, la plata y el buril. Seres como lucíferas fechas a los que rendir homenaje y ponderación, no obstante después de muertos, que inútil­mente naufragaron en todas las vicisitudes de su peregrino existir. Se trata de dioses menores, lo más parecido a los mortales, pero dioses al cabo por su predisposición inaudita si al pensar en ellos los comparamos con la gran muchedumbre que impasible y capri­chosa ocupa las calles y los lugares de juego.

El Dueño de la Administración Número Uno no pudo evitar, en el preciso instante que distraídamente exhalaba el humo de su habano, el sonido profano e irreve­rente de un carraspeo. El Artista del Crimen, sin sentirse advertido, no aban­donó su retórica y con la misma convicción sentenciaba:

—Ellos sintieron al par esa fuerza onírica y visceral que, de alguna manera, les infundieron los hálitos del espí­ritu como una réplica contra el miedo y la inmadurez de la conciencia. Pues era, y sigue siéndolo, la miseria de la conciencia colectiva el parape­to viscoso a derribar, porque en él se encielan las inmundicias que produce la impoten­cia abigarrada de los hombres.

El tiempo que el Artista del Crimen dedicó a ingerir un nuevo trago, empleó su compañero de mesa para saludar desde lejos a las personas que en ese momento entra­ban en la cafe­tería. El Dueño de la Administración Número Uno escuchaba, más di­vertido que atento, la ceremonia de su amigo, siguiendo de vez en cuando los movi­mientos circula­res de sus manos que ilustraban la charla. Del cenicero de alpaca labrada con forma de oreja gigante, que sumiso servía en la mesa, huían impersonales sonidos al recibir los golpes nerviosos del habano que, de manera oclusiva, fumaba el oyente caballero. El Artista del Crimen bebió otro dorado trago de su whisky y continuó seguro en su argu­mento.

—Empero, otro proceder afrentoso de abandono y senectud hace acopio de forma dilatada en nuestro tiempo. Se perfila en las mentes y en los gestos. Extenúa el caudal de la memo­ria. Precipítase atroz por los escuálidos sueños de los jóve­nes. Es igual que una llanura sin árboles ni arroyos, despro­vista de manos y acomodo, abrasante y añil como un desierto desconocido y circular, mágico, en donde la familia se rein­venta pusilánimes dioses de espejismos pecuniarios. Es sólo una ilusión preponderante, un desarraigo oscuro sin proyecto de amores evidentes, una debilidad sensible, como el cáncer común y el perfume del magnolio. Algo que se desliza como lava impara­ble. Es lo obvio. Lo cotidianamente necesario.

Transcurría una de las postreras décadas del siglo pasado cuando un día de principios de otoño el Artista del Crimen bajó a la cafetería para conversar con alguien. Tras largarle su perorata salieron al parque a pasear y la conver­sación discurrió por términos más concretos y personales; lo que hablaron entonces incidió directamente en los suce­sos, que al final se sabrán, de esta sustanciosa historia. Después se despidió de su amigo, el Dueño de la Administración Número Uno, y siguió pensando más sobre la gente, sobre la angustia perversa de la gente.

Él mismo creíase poseído por una extraña condición ina­bordable que para nada servía exponer a sus paisanos, pues éstos, resueltos y prepotentes, estaban siempre intere­sados ante sus valiosos aparatos de televisión de los números que salieran premia­dos en el juego de la lotería. Ese era el imperio supino que goberna­ba los anhelos de sus conciudada­nos, la inventiva de cielos que profesaban religiosa­mente, junto con el menosprecio patente por los goces secretos de la sangre. Pues, en olímpica causa, de la lotería dependía la mayor parte de la vida de la ciudad, debido a que en una óptima ocasión santificó las aspiraciones de un proporcionado censo de sus habitantes. Y es que cuando más en desgracia caen las posibilidades humanas para ser feliz con los medios propios de su naturaleza, pensaba, más propenso es el hombre a desear el poder de los demás, pretendiéndolo incluso con los métodos más absurdos y difíciles.

El Artista del Crimen, que por cierto no jugaba con el mismo entusiasmo diario que lo hacían los demás, ni tan si­quiera esporádicamente como los albinos comer­ciantes de pe­dernales y espejos sinuosos y relojes de azófar craqueado que llegaban a la ciudad y se sentían atraídos por las conversa­ciones inquietantes de las cafete­rías, nunca había sido agra­ciado ni cuando el premio mayor que a tantos congració, ni en otras ocasiones de pedreas y números finales o segundos pre­mios. No obstan­te, llevado por un instinto cordial y gustosa­mente observador, se hacía visible y participaba en los co­rros de café algunas tardes a la semana. En tales encuentros, con el rigor sanguinoso del delirio, se mantenían opiniones efusivas sobre los resul­tados posibles o ya experimentados, y cada cual hacía alarde de lo que hubiera granjeado con la suerte, o lo que, por el contrario, la mala suerte hubiese deshecho en ilusiones tantas. El Artista del Crimen, en tales circunstancias consumadas, sólo procuraba no hacerse incómodo a los vecinos y amigos, y también no levantar sospechas entre los mismos de la nueva obra de arte que estaba gestando en el hondo desván de su comedimiento.

Sus cinco crímenes anteriores crearon la suficiente admiración entre los habitan­tes de la ciudad como para que, durante unos días de incontestable placidez, ellos no se sintieran obligados por la remota necesidad de jugar a la lotería. Mientras tanto, con orgullo pacífico de príncipes, podían dedicarse a valorar la perfección con que los crímenes fueron llevados a cabo; o bien, con el estoicismo que embarga a la razón en situaciones específicas, a reconocer y comentar los errores y el exceso que en alguno de ellos se había pro­ducido, a todas luces involuntariamente, pero inevitable para que el Artista del Crimen no quedase en ridículo o anulado por completo para otros proyec­tos. Mas como quiera que los dos últimos crímenes los había realizado casi inmediata­mente después del tercero (que fue el que más satisfi­zo a la ciu­dad) y no consiguió con ninguno de los dos el estado de reti­ro y concen­tración espiritual entre la gente como se había propuesto, es por lo que los ciudada­nos parecían estar eter­namente enraizados y preocupados sólo de la lotería —en espe­ra, sin duda, de que cualquier día un nuevo número vendido por entero en la ciudad fuera el portador del mesiánico pre­mio mayor, y con el mismo todos los habitantes poder encarar el futuro sin temor y cubrirse de riquezas y progreso—, y no mostraban ni mucho ni poco interés por la presencia del Ar­tista del Crimen.


2

Él era de los que piensan que un crimen no debe hacerse nunca llevado por el desa­sosiego de la soledad, ni como in­flujo de rechazo hacia la persona a matar, ni por el simple hecho de destruir la iniquidad que, en tantas ocasio­nes, nos sobrecoge por la mediocridad de los otros o el tedio que pro­duce el consen­timiento general, sino para ennoblecer el espí­ritu de contra­riedad. En verdad, diríase, no había lle­gado a ser un buen profesional del cri­men. Por más que repa­rara con cetrino calor en sus recuerdos las cinco veces en que había puesto en práctica su inspira­ción para dar por termina­dos los sueños de alguien. En más de una de esas cinco oca­siones había tenido que despren­derse de algún otro ele­mento más que estúpidamente se había cruzado en su camino. Y ahora, en el recuento no del todo satisfecho, perdía la cuenta de sus víctimas, que para él no lo eran tales, sino que, muy al contrario, los consideraba como elementales pie­zas de su oficio a las que de verdad confería un valor mucho más que ocasional. Pero obviamente no a todos por igual. Le desperta­ba cierta antipatía el acordarse de algún mayordomo demasiado curioso e interesado por la pro­piedad de su dueño; como asi­mismo la inútil valentía de los policías que cayeron por interponerse a su labor. A éstos, no sabía cuántos, no les dedicaba el mínimo recuerdo de cariño. Pero, no obstante, le hacían reflexionar ante la posibilidad de un nuevo cometi­do para evitar deslices inope­rantes en la perfección de un cri­men.

Él era de los que piensan que un crimen auténtico hay que desarrollarlo al abrigo de las mejores facultades, y aun en el extremo de tener que salvar otra evidencia inespe­ra­da, improvisando incluso los argumentos para el desenlace más eficaz, creía del mejor estilo no perder jamás el equilibrio mental ni la elegancia para que al final la obra fuera inta­chable por toda solicitud. Sobre todo no hacerlo a cualquier hora del día o de la noche en que un deseo incontenible se lo pidiera, pero sin saber con quién ni cómo. Y solía emplear siempre el mismo método: estrangulación, porque esta forma daba lugar a que su materia precisa, lo que él denominaba sujeto, le viera la cara (eso lo considera­ba síntoma de gene­rosidad) —aunque había que calcular el tiempo y no consentir­le ni un intento de evasión ni de defensa—; también porque este método es limpio y silencio­so como ningún otro, y sobre todo porque en él se efectúa un contacto —no consideraba necesario llamar­lo encuentro— entre el autor y su producto. Hasta se satisfacía de su método em­pleado al ver cómo al final la pieza, ya blanca o sudorosa, caía exangüe, con los ojos desorbitados profiriendo alguna de las más dolorosas palabras en gimiente e ineludible despedida: "no me mates", "maldi­to", "te odio", etcétera. Pese a la predilec­ción que le dedi­caba a esta manera sensual de efectuar un crimen, siempre iba armado de su pistola, pequeña pero de una tecnología envidia­ble. Sobre todo por considera­ción a su propia persona, no olvidando que muchos suelen guardarla en su caja fuerte o en la mesilla del dormitorio. Y esta consideración no del todo arbitraria y gratuita de ir armado a su trabajo le había valido oportunamente en defensa de lo que más apreciaba: su vida. Pese a todo, después se sentía como ofendido, mal­humo­rado y tétrico por haber dado espacio a otro crimen que no estaba en sus planteamientos ordinarios y que, por consi­guiente, no había puesto en él toda la belleza y la buena intención que la inspira­ción le exigía como si de una obra de ingeniería invulnerable se tratase.

Él era de los que piensan que el planteamiento y la realización coyuntural de un crimen hay que abordarlos con la conciencia limpia de saber lo que se quiere y cómo se quiere. Y sobre todo que una vez acabado no le quedase en la mente ningún reducto de infidelidad consigo mismo. Esto lo había logrado sólo en una ocasión: la tercera vez que se interesó en su alma tal propósito. De nada valía ofrecerle páginas a la publicidad con atrocidades impropias del oficio. Cualquier incongruencia o desmesura de estilo podría desmerecerlo ante las demás personas que también se dediquen al crimen, quienes en sus alegatos e inquisidoras burlas o comentarios despecti­vos no hacían más que morderle en el sentido del ridículo, cuando no le afectaba sobremanera la morbosidad de sentirse perseguido por los detractores de su arte. Todo debía salir a pedir de boca para que la aprobación unánime de la prensa y el recogi­miento inmediato de sus ciuda­danos le llegaran como el aplauso más honorífico. Valía la pena esperar un par de años entre una obra y otra, no sentirse exaltado por el cla­mor del éxi­to, como le había ocurri­do la penúltima y antepe­núltima ve­ces, para no caer en las indignas extravagancias de la compe­tencia; para eludir la hipocresía complaciente de los profe­sionales maduros que adulan inmisericordes, y evitar el ase­dio de los principiantes sin escrúpulos determina­dos, quienes al denunciar un estilo consecuente lo vapulean, lo soban, y dejan su matiz intestinal a la intemperie.

Él era de los que piensan que el germen virgíneo y su proceso estructural de un crimen nacen de la intimidad más espiritual del individuo, del ensimismamiento de su persona­lidad receptiva bajo los efectos naturales y extraños de todo lo que le rodea y conmueve. Evidentemente era cosa de uno solo, de él solo, y nadie más tendría que tomar parte ni aun en el supuesto de querer celebrar su orgullo tras una consu­mación satisfactoria. El reconocimiento y la contemplación del crimen como su obra de arte por parte de los demás era el efecto secundario que debía producirse, pero nunca ser com­partidos ni antes ni después del hecho los valores empleados de una manera manifiesta, sino en la intimidad de cada perso­na para poder gozar enteramente de los mismos. Si un crimen se realiza con toda integri­dad, pensaba, bajo las coordenadas requeridas de talento y honestidad, el logro puede ser loable para todos los del gremio, e incluso para aquella parte de la sociedad cuya sensibilidad le permita conscientemente apro­barlo. Todo ha de ser un cúmulo de virtudes y moderado ánimo, no un encomio banal de los deseos. De ahí que la intimidad de la que nace el crimen perdure por encima de su éxito; y así un nuevo intento pueda ir arropado por las máximas garantías de pericia y autocon­centración.


3

Su horóscopo había vaticinado lo siguiente: «Semana de sucesos poco afines con la natural discreción de este signo, ya que los debates, las discusiones y las disquisi­ciones mentales serán la tónica principal. Es preciso que ponga especial atención a los días 12 y 13: tendrá que tomar una decisión que será de vital importancia para el futuro de sus proyectos. Aumento de vitalidad y energía a partir del día 15».

La proximidad de la Fiesta Nacional, con la celebración del Sorteo Extraordina­rio de Lotería, había interesado fervo­rosamente a sus conciudadanos en la adquisi­ción de boletos de unos y otros números, de tal manera que en determinadas horas del día llegaban rumorosos y optimistas los comentarios de la calle hasta la pulcra soledad de su habitación, rompiendo el ensimismamiento y obligándole a salir a la cafetería y com­partir con los demás la esperanza que para todos suponía el próximo sorteo.

Como en otras ocasiones similares, aquel día demostró su cordial talante pagan­do el whisky que el Dueño de la Admi­nistración Número Uno se había tomado. Éste era, y con razón, el hombre más popular y querido de la ciudad, pues fue él quien vendió hacía ya algunos años el número entero que coin­cidió con el premio gordo. Era un número terminado en 12, como el que ahora estaba vendiendo promulgando entre los devotos compradores que no todo dependía del azar de las bolas numeradas, sino que la misma corazonada que tuvo en aquella anterior y afortunada ocasión, la estaba sin­tiendo ahora al coincidir el final del número con el día del sorteo.

Es de entender que el Dueño de la Administración Número Uno se había enri­quecido con argucias parecidas a las que la gente confiada daba crédito delirante. Y el Artista del Cri­men, no pasando desapercibidas tales manifestaciones senso­ria­les y turba­doras para la población, había concluido en que aquél tenía ganado el derecho magnífico de hacerse inmortal ofreciéndole la posibilidad de servirle a él como elemento clave para su nueva obra; es decir, el sujeto eminente, le aclaró.

Tras apurar el whisky salieron ambos de la cafetería. Paseaban y discutían la idea que el Artista del Crimen le había hecho saber. El Dueño de la Administra­ción Número Uno se había convertido en un embaucador de mentes, en un usurpa­dor despia­dado de bienes ajenos, en el tirano de su pueblo. Pero él no quería admitirlo con la misma convicción que se lo exponía su amigo, el Artista del Cri­men. Argumentaba el nego­ciante que hasta haberse enriquecido más que nadie y ganar la admiración y el respeto de todos, había expuesto no sólo la primaria fortuna que heredó de su padre, sino además su ta­lento y su inteligencia para los negocios, a todas luces de un nivel superior, y sobre todo la confianza continua y de­sinteresada en Dios, quien siempre había protegi­do sus nego­cios y guiado su fe. Si los honrados moradores de aquella próspera ciudad seguían prestándole respeto y colaboración, y si ponían en él todas sus ilusiones de ver redimida la miseria colectiva, y por el contrario olvidaban fácilmente el arte de sus crímenes, era sin duda alguna porque él, el Dueño de la Administración Número Uno, ejercía un comportamiento moral que se identificaba plenamente con el sentir de todos los ciudadanos, mientras que el suyo, el del Artista del Crimen, sólo era compartido de una manera subterránea y nada más que cuando el alcance de su obra repercutía en el sub­consciente de los seres, y no en los sueños y las ilusiones de las personas.

—Te consideras un guía y un mecenas —le replicó el Ar­tista del Crimen— que alimentas en el corazón de los infeli­ces una pregunta descabalada y torpe basada en los fortuito de los números, y les quitas la duda y el dolor cuando pier­den en el juego ofreciéndoles otra posibilidad de ser felices a cambio nada más que de su dinero. Por eso te he elegido, para que todos te lloren y erijan en sus memorias el monumen­to al vacío y la desesperanza en que quedarán sin el oprobio de tu inteli­gencia.

El día del sorteo, cuando el Dueño de la Administración Número Uno compro­bó ante el televisor que el número que él vendió por entero en su ciudad como cierto ganador del primer premio no fue cantado como tal, se sintió por primera vez sentencia­do de muerte. Temió la madurez que el Artista del Crimen le había confesado haber adquirido durante su tiempo de meditación. Sin hacer caso de las llamadas telefónicas de sus clientes que le acosaban, se dirigió en secreto a la casa de su amigo. El Artista del Crimen estaba esperándolo.

—No vengo a entregarme —dijo despectivamente el Dueño de la Administración Número Uno, mientras oscuro y despiadado sacó su pistola y disparó a bocajarro todas las balas del cargador.

Después prendió fuego a la casa del Artista del Crimen, que allí quedó carboni­zado, y huyó de la ciudad.




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