Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

martes, 13 de mayo de 2008



La película Novecento de Bernardo Bertolucci fue muy aplaudida por toda mi generación con igualdad de placer y tristeza, porque mostraba la belleza con lujo y el dolor sin resabio. La cualidad fundamental del arte. Al final se trataba de compaginar la lucha de clases en una misma rutina de ternura y obstinación con el símil magnífico, pero falso, de la amistad eterna. Su condescendencia, si no la aprobación de entonces, sobre ese final idílico y pacificador, consistía en que, filosóficamente hablando, más vale bajar la guardia del rencor que seguir sufriendo. Ese tipo de estoicismo edulcorado que desconcierta el pensamiento y los sueños de cualquier joven que se considere revolucionario en potencia. Todo seguirá igual, nada ha cambiará. Pero la creación artística no tiene la intención de resolver ni amilanar las inquietudes dándoles coba ni siquiera a los más exigentes. Novecento es una gran creación y, por lo tanto, habla por sí con mucha más autoridad de la que yo mismo pudiera. El artista crea y el espectador contempla. Esa es toda la relación implícita que suele regir ambas actitudes humanas.

Pero hay una escena en esta hermosa película que, sin estar fuera del contexto histórico, resulta una extraordinaria pincelada para el ámbito ético que la cinta transmite a quien la quiera captar. Se trata de la última aparición de Burt Lancaster, el abuelo rico de Alfredo que interpreta Robert de Niro.

Si mi capacidad de evocar frecuencias estuviera acertada, diría que en la película se celebraba una boda. Pero la cámara se introdujo en el establo y allí ocurrió la escena.

«¿Sabes lo que es la maldición?»

«¿La maldición?», dudó la niña que ordeñaba una vaca. La niña, en su perplejidad, miró al viejo amo allí sentado, quien le hizo la pregunta con amargura y a quien, momentos antes, no pudo culminar la masturbación, supuestamente de costumbre por la conducta sexual extravagante del patrón.

«Sí, la maldición. ¿Sabes tú lo que es la maldición?», volvió a preguntar el viejo.

La niña preguntó a su vez si la maldición es la pelagra.

«No. La maldición no es la pelagra, ni la guerra, ni la muerte». El viejo se untaba de boñiga las manos y continuaba con sus decrépitas imprecaciones: «¡Leche y mierda! ¡Mierda y leche! Eso es la maldición: tener el cerebro lleno solo de leche y de mierda».

Puesto que la memoria, desde ese día, no me asiste con toda fidelidad, quisiera recordar que también hizo alusión a su impotencia sexual, constataba momentos antes mediante las caricias de la niña pobre sobre su negado miembro. Mientras tanto ella seguía ordeñando la vaca por encargo de Burt Lancaster. «Leche y mierda en el cerebro y que no se te enderece»

Algo así, pero no me suena este tono de grosería en aquella meditación desgarradora. Lamento no poder confirmarlo, ya que en esta cárcel (donde peno la culpa de haber matado a mi patrón) no dispongo de ver la cinta de nuevo, donde el viejo patrón aparece ahorcado con la cadena de una vaca, pero la belleza de aquel acto es superior a las palabras de la memoria.

«Vete al baile con los demás, le ordena finalmente a la niña, y, cuando acabe la fiesta, diles que el amo ha muerto».

Aquella niña era hija mía.


A Manolo Bellido, talbanero de Montilla

No hay comentarios: