Las chicas de la barra... y sus clientes
Por la mañana, sea lunes o viernes, diez kilómetros al sur de la ciudad, entre llanos y cerritos está El Álamo: estación de servicio, restaurante cutre que tuvo su esplendor antes de la autovía nueva. Unos días es atendido por chicos, dos, que se valen de mañas y a veces son simpáticos; a la semana siguiente te encuentras que quien te atiende son unas chicas, dos, que les cuesta trabajo ocultar lo que muestran. De espuma y con minifalda en uniforme, a ellas se les nota la sonrisa impuesta en el contrato de dos meses de prueba. Sirven café, copas de coñac y anís, cupones de la once, y despiden amables al viajante de seguros que se ufana de ser, ¡ya ves qué dicha!, asiduo y conocido aquí por ellas.
Por la mañana, entre las siete y las ocho, antes de llegar a la ciudad y al tajo, las cuadrillas de albañiles que hormiguean desde los pueblos a los barrios nuevos de la ciudad, cuyo escaso tiempo se les nota colgado en los minutos de la parva barba, detienen sus furgonetas en el Álamo. De antemano, tienen la esperanza rota, el trabajo los espera cuesta arriba, y ha de serles, no obstante, complaciente, gentil o soñador, mirar las muchachitas dulcemente, darles bromas picantes... y seguir cuesta arriba, cuesta abajo.
Por la mañana, cualquier día del año, un camionero que va del sur al norte sale del baño con una toalla oscura sobre los hombros y el pelo húmedo, recién peinado. Desayuna en soledad apoyando los brazos en la barra, pero él empeña la mirada halagüeña, la blanca sonrisa que se pierde más allá del mostrador. Las muchachas, que se mueven con fluidez y a veces torpes y naranjas como el zumo natural, con aire sabioncillo dan la cuenta, y el hombre insatisfecho se despide, diciendo con el pecho, melancólico: adiós, mi corasón.
Por la mañana, entre las siete y las ocho, antes de llegar a la ciudad y al tajo, las cuadrillas de albañiles que hormiguean desde los pueblos a los barrios nuevos de la ciudad, cuyo escaso tiempo se les nota colgado en los minutos de la parva barba, detienen sus furgonetas en el Álamo. De antemano, tienen la esperanza rota, el trabajo los espera cuesta arriba, y ha de serles, no obstante, complaciente, gentil o soñador, mirar las muchachitas dulcemente, darles bromas picantes... y seguir cuesta arriba, cuesta abajo.
Por la mañana, cualquier día del año, un camionero que va del sur al norte sale del baño con una toalla oscura sobre los hombros y el pelo húmedo, recién peinado. Desayuna en soledad apoyando los brazos en la barra, pero él empeña la mirada halagüeña, la blanca sonrisa que se pierde más allá del mostrador. Las muchachas, que se mueven con fluidez y a veces torpes y naranjas como el zumo natural, con aire sabioncillo dan la cuenta, y el hombre insatisfecho se despide, diciendo con el pecho, melancólico: adiós, mi corasón.
3 comentarios:
Siempre hay una pizca de libertad y entusiasmo en lo que menos nos esperamos.
Buen relato pero, y esa foto?
Saludos y salud
La foto es una, pienso que apropiada para ilustrar lo que se dice, escogida de Internet. En la página donde aparece se titula exactamente así: Las chicas de la barra, pues narraba una fiesta en una discoteca. Sí es verdad que estas chicas están más acicaladas y fotogénicas que las que normalmente trabaja en los bares de carretera, en las gasolineras y similares.
Gracias por tu breve comentario, señor o señora anónima. Salud
¿Que pasa por la mente de los clientes, ante unas chicas jóvenes y guapas de camareras?.
¿Y, qué pasa por la mente de las camareras imaginando lo que pasa por la mente de los clientes?
¿Coincidiran pensamientos en la misma línea?
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