La abuela nunca vio el mar, pero desde pequeñita sí vio como su padre le pegaba a su madre y no le pareció bello el espectáculo. De mayor tampoco le gustaba que se lo recordasen. Ya de viejita la llevaron a Madrid, pero no para que disfrutara viendo la Cibeles y la Plaza de España ni el Parque del Retiro. La llevó uno de sus hijos mayores en su coche para que asistiera al parto de una de sus hijas menores. Su hija se llamaba Evelina, era una mujer sencilla y buena y siempre bien dispuesta para el trabajo, pero era la primera vez que daba a luz y necesitaba la ayuda de la abuela. Se había ido de emigrante para cuidar a su esposo que ganaba un buen dinero, pero vivían en un periférico y lejano y nada bonito barrio. Madrid quedaba lejos. Eran los años setenta de aquel siglo todavía. Desde la pequeña ventana de su estrecho dormitorio, la abuela veía pasar recuas de mulos por un camino que pasaba apenas debajo del bloque donde su yerno compró un quinto pisito sin ascensor. De modo que la llevaron a las afueras de un barrio de emigrantes y gitanos, y tampoco le pareció aquello de gran hermosura, como imaginó por lo que había vislumbrado en las telenovelas y en los telediarios. Pero la abuela no se puso triste ni nada, porque a fin de cuentas ella había ido nada más que a cuidar de la casa hasta que la cría y su hija salieran de la cuarentena. Por lo demás, las personas que veía desde la ventana, eran todos casi como ella: gentes que estaba acostumbrada a ver.
Uno de los últimos hijos que tuvo estaba haciendo la mili allá en Madrid por las mismas fechas y algunas tardes la sacó a pasear. Se bajaron del autobús en Ventas y la abuela admiró compungida los túneles y las escaleras eléctricas del Metro. No sintió miedo porque la llevaba su hijo de la mano y ella se confió de su seguridad. La plaza de toros de las Ventas ya la conocía de vista, porque le gustaban mucho las corridas de toros que ponían en la televisión, pero aun así se sonrió al mirarla: monumental y magnífica, tan roja y con tantos arcos por donde se asomaban los visitantes. Su hijo le propuso si quería verla por dentro, mas cuando le dijeron que valía cinco duros la entrada de cada uno, desistió de un gusto que le había despertado verdadero entusiasmo. No le gustaba a la abuela gastar dinero en su propia felicidad. Llegaron en Metro hasta la Casa de Campo y se cansó de andar viendo el lago y tanto bosque y tanta cosa rara. Ella pagó las dos entradas al parque de atracciones, pero no quiso subirse en nada de lo que le proponía el hijo ni compró ninguna otra cosa para su recuerdo. Dijo que era todo muy caro y que con mirar se contentaba.
Así era la abuela.
Otra de sus grandes emociones vitales que me cuenta, atrincherándose en sus recuerdos palpitantes, fue la última vez que le hicieron la cesárea. Fue la segunda cesárea que le hacían y no auguraban que pudiera salir del tranco. Ya había tenido doce partos (todos prósperos) y un aborto por deformación fetal, más la cesárea primera. Estuvo en un tris de morirse la abuela en aquella operación. Resistieron sus acerados nervios campesinos; venció el miedo al quirófano y a la noche tan larga; se sobrepuso a los dolores de la muerte y la abuela siguió viviendo hasta criar desde el primero al doceavo descendiente. «Mi tranquilidad es verlos a toh casaos. Pero anda que lo que ha pasao una hasta poner a ca uno en su sitio. Pa mi sola se quea».
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