(Continuación)
Era una túnica, la túnica sepulcral que se ponían las mujeres dolorosas que habían hecho una promesa a la imagen de la ermita para que curase a su hijo de lo que le estuviera quitando la vida. Le llamaban el hábito a aquellas túnicas extemporáneas, cuya procedencia del latín de esta bonita palabra refleja con fidelidad su contenido excluyente. Vestido o traje que cada persona usa según su estado, ministerio o nación, y especialmente el que usan los religiosos y religiosas. La imagen solía corresponder bondadosamente y la abuela guardaba el vestido morado y largo en la cómoda por si le hacía falta otra vez. Las mujeres pobres del pueblo que no tenían hábito, pero que sí creían en ese modo de curar mediante la promesa, se la pedían prestada hasta que su familiar saliera de la cama a la calle proclamando en voz alta, a quien le preguntara, su buena salud.
La abuela trabajaba todo el día.
Tras levantarse temprano, cuando el abuelo se iba a sus labores, llamaba primero a los hijos y a las hijas que tenían que ir al campo y ordeñar las cabras. La casa grande y larga habría sus puertas de la calle desde donde se veían en línea recta el patio y los corrales y una higuera de brevas blancas. Las gallinas y los palomos espantaban con sus alas y sus cacareos lo que quedaba de noche, y el tiempo de la luz se metía en la cocina y en las cuadras y allá en las oscuras cabrerizas. Después llamaba a los que aún dormían para que fuesen a la escuela. Los pequeños se hacían los remolones o despiertos jugaban en las camas dando saltos. La abuela subía los trece escalones de la escalera y los obligaba o les ayudaba a vestirse. Abría de par en par la ventana que daba al patio y la ventana que daba a la calle y el alto techo de la cámara presumía de sus vigas de madera limpia, de sus ladrillos bien puestos, de los fuertes y bien ajustados armazones. La cámara donde dormían todos los varones, revueltos con los piensos para el ganado y con la ropa de diario y la ropa de vestir las fiestas, se llenaba de mínimas esencias planeadoras, como volando de un lado para otro y de arriba abajo, igual que las estrellitas de un firmamento de juguete, y discernían entre colores múltiples sobre los rayos de luz solar que fogosos entraban por la ventana del patio.
Los talegos de la comida para los del campo los había preparado la abuela por la noche anterior, antes de acostarse, y ahora se enfrascaba con los desayunos para los más chicos. Luego continuaba haciendo las camas y arreglando la casa con la ayuda de alguna de las hijas. Las vecinas, dando los buenos días una y otra vez, a lo largo de toda la casa y a quien anduviera a la vista, entraban hasta el segundo corral para comprar la leche. La casa tenía que estar adecentada porque la abuela era una mujer pulcra y recelosa del decir de los demás. Cuando el hijo que ordeñaba las cabras y vendía la leche concluía la tarea, le entregaba el dinero a la abuela y ella se sentaba en la cocina a contarlo, haciendo montonsitos con las pesetas por un lado, con las monedas de dos reales por otro y al final quedaban esparcidas las perragordas. Ese era su trabajo más deleitoso, pues se reconcentraba mucho en la función. Después de enviar a una de las hijas a comprar el pan cuando ya habían desaparecido los vales de su curso mercantil, y cuando le daba algún otro dinero para que comprase algo en la tienda de comestibles, volvía a contar del mismo modo, haciendo montonsitos por separado de lo que le quedaba de la recaudación de la leche. Luego anudaba todas las monedas en un pañuelo y se lo guardaba en un bolsillo del delantal negro.
Era precavida, templada y ahorradora. Administraba el dinero con tanto juicio y mimo como el que ponía haciendo para sus hijos los bocadillos de pan con aceite y azúcar, que allá en Talbania llaman joyos.
Trabajaba mucho, y sabía hacer muchas cosas.
Sabía hacer el queso con la leche que sobraba. Cuando se mataban los chivos para venderlos, se les extraía el cuajar y se colgaba de un techo para secarlo. El interior de esa bolsita se convertía en polvo blanco, el cuajo, que servía para cuajar la leche y hacer el queso. Con la leche en un cubo, le echaba la cantidad necesaria del cuajo y el líquido se iba espesando poco a poco. La removía con un trozo de caña limpia para disolverlo bien hasta que se coagulaba en la base del cubo. Lo dejaba reposando mientras ella disponía la escurridera y el esterillo de esparto sobre una mesa; el esterillo le servía de molde circular; apartaba el suero y vertía la masa blanda sobre el cincho redondeado y la prensaba con sus propias manos. Las mismas con las que había lavado la cara a sus pequeños y los había vestido y preparado el joyo para que se fueran a la escuela alimentados y bien presentables. Prensaba delicadamente la masa húmeda, chorreante, y ajustando el cincho a la medida de la cantidad de masa que hubiera para que el queso saliese bien prieto. Luego lo rociaba de sal gorda por ambos lados y a los pocos días ya se podía comer fresco. Todo eso sabía hacer la abuela.
1 comentario:
Preciosa entrada Pruden... Recuerdo con nostalgia aquellos "joyos" que me hacía mi abuela "la carbonera" con colacao, azucar y aceite de "an cá" el primito Luis (como decía ella), mucho más ricos que la chocolatada Nocilla industrial que anunciaban en la televisión. Un saludo amigo.
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