Los encuentros. Así titula Vicente Aleixandre un libro evocador y emocionante que comenzó a escribir en 1954 y terminó, la primera versión, en 1958. La fecha de inicio la testimonia en el prólogo José Luis Cano por una carta que recibió del habitador de Velintonia 3 veraneando en Miraflores: «El otro día pensaba yo en mi deseo de publicar un libro de semblanzas que tengo hechas de poetas, y algunas más, y consideraba cómo lo haría». […] «Yo no quiero hacer unas memorias sino unas evocaciones con virtud poética, en lenguaje sencillo, alrededor de núcleos del vivir del autor» […] «Y he escrito una semblanza de Miguel Hernández y otra breve, no acabada, de mi primer encuentro con Luis Cernuda».
Supongo que a casi todos los que, de algún modo, nos concierne la literatura hemos pensado al terminar de leer un buen libro que ese sería el que a uno le hubiera gustado escribir. Ocurre, en mi caso, con Cien años de soledad, pero la reverencia que uno les debe a sus maestros, esos que al curso de los siglos son nuestros patriarcas, tal el caso de Miguel de Cervantes, desecha el apremio por considerarlo de presuntuoso y de absurdo por ser imposible.
Pero la provocación surge de nuevo con el último buen libro que uno está leyendo o terminó con él entre sus manos, apretándolo sobre el pecho, antes de devolverlo a la estantería. Y lo deja sobre la mesa unos meses más. Para seguir viéndolo, tocándolo, para volver a olerlo o releer algún párrafo que recuerdas sugerente a todas luces. Se produce entonces, entre el lector y el libro, una secreta relación promiscua. No impropia ni deleznable por lo que de tales conceptos sugiere la promiscuidad, sino por los otros sentidos que toda palabra puede ofrecer al que la toma con entereza. Cuando un libro nos habla hondamente y con belleza de los mundos o seres presentidos pero no vividos, cuando se llega a sentir ese libro como un don que enriquece nuestra sensatez y aprecio por la vida, no termina con su lectura el amor que nos ha despertado. Entonces es cuando comienza esa promiscuidad cómplice de miradas, caricias, olfateo y volver a abrirlo para verle de nuevo las fisuras, las ingles, el horizonte de sus hombros que acaso nunca alcance el lector. Pero ese es su deseo: la compenetración y la posesión del libro amado. Después se provoca el sueño, o el delirio, de haber querido escribirlo uno mismo. Y del mismo modo que la veneración se puede producir el repudio mezquino al autor por haberse adelantado en el pensamiento y en la historia y en la vicisitud del lector con ínfulas literarias.
Vicente Aleixandre me ha asestado más de uno de estos golpes memorables. Sus grandes obras, dicen los entendidos, son Espadas como labios y La destrucción o el amor, pero a mí se sugestionaron y me conmovieron más Sombra del paraíso e Historia del corazón, tal vez porque mi predisposición y entendimiento sean más receptivos al conceptismo vital que a los impulsos del surrealismo. Y este otro suyo que ahora tengo en las manos, entre labio y labio, recorrido por los ojos y que a la placidez de leer convierte en inquietud de vivir, o de sentir la vida de otros como propia y perdida, es el único que Vicente escribió en prosa y tituló rotundamente de Los encuentros. Con la doble virtud de la palabra, nos explica, de encontrarse con alguien y de hallarlo…
Este tipo de libros que no es de memorias ni de crítica literaria, sino de tiempo conocido y compartido, tiene varios antecedentes por otros tantos autores de renombre y vida amplia. El grande Rubén Darío nos legó Los raros y Juan Ramón Jiménez, poeta total que por principio estético menospreciaba la prosa, nos recuerda Españoles de tres mundos. «Lo más feo que puede dejar un poeta es una imagen cicatera de uno mismo, y me siento alegre de circular por dentro de este libro en compañía de todos…» Esta es, en sus palabras, la noble intención de Vicente Aleixandre al escribir Los encuentros.
Por no extenderme demasiado, otro día seguiremos comentando este libro y ofreciendo, sobre todo, su «Evocación de Miguel Hernández» que, según le cuenta a José Luis Cano en la primera carta donde le habla de su proyecto, ptobablemente fue el primer encuentro que escribió. Pero el libro comienza con otras perlas y termina con el poeta desconocido.
Conocida foto tomada durante la comida homenaje a Vicente Aleixandre en el Restaurante “Buenos Aires” de Madrid, el 4 de mayo de 1935 por la aparición de "La destrucción o el amor”.
Vemos de izquierda a derecha y de pie a Miguel Hernández, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Antonio Espina, Luis Felipe Vivanco, J.F. Montesinos, Arturo Serrano Plaja, Pablo Neruda y Juan Panero. Sentados Pedro Salinas, María Zambrano, Enrique Diez-Canedo, Concha Albornoz, Vicente Aleixandre, Delia del Carril y a José Bergamín. Sentado en el suelo: Gerardo Diego
Vemos de izquierda a derecha y de pie a Miguel Hernández, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Antonio Espina, Luis Felipe Vivanco, J.F. Montesinos, Arturo Serrano Plaja, Pablo Neruda y Juan Panero. Sentados Pedro Salinas, María Zambrano, Enrique Diez-Canedo, Concha Albornoz, Vicente Aleixandre, Delia del Carril y a José Bergamín. Sentado en el suelo: Gerardo Diego
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