Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

viernes, 25 de junio de 2010

La Señora de rojo sobre fondo gris de Miguel Delibes tenía un adjetivo sucinto para calificar y desacreditar a las personas que no eran de su buen parecer, las llamaba indecentes. Con eso quería decir, según su autor, que ya las tenía borradas de su aprecio. Él ha recordado ese pasaje de tan humana historia pero ha pensado, además, en otro epíteto moral: infames.

Ha escrito en la pantalla del ordenador la palabra infames y se ha quedado quieto, respirando profundamente como quien soporta un dolor que no desea manifestar.

Ayer, al enterarse de su muerte, solo advirtió un sentimiento leve como de resignación acordada, pero por la noche, a medida que la noticia se publicitaba por los telediarios, con imágenes suyas y con muestras de sentir general, y luego en los diarios digitales repasó las condolencias de algunos amigos, y las palabras de muchos escritores, y los artículos de periodistas que lo habían entrevistado alguna vez, meditó serenamente sobre lo mucho que había aprendido de este hombre.

Aun sin compartirla al completo, no le desmerecía su actitud pública ni antes ni después de que le concedieran el Nobel de Literatura, y recordó algunas palabras de su discurso en la entrega de aquel premio. Los seres humanos no podemos aceptar las cosas como son, porque esto nos lleva directamente al suicidio. Había leído casi todos sus libros. A partir de aquella maravillosa alocución este hombre venía siendo una referencia espiritual y cívica para él. Una de sus pocas referencias de entre las personas que pueblan la tierra.

Cogió de su anaquel Todos los nombres y estuvo leyendo, releyendo, durante la noche con un sentimiento consciente, de fraternidad provinciana (inspirada en las costumbres apuebladas de su madre) como si estuviera velando su cadáver hasta que el sueño le advirtió que el día de hoy, sábado, lo esperaba una guardia de veinticuatro horas en el ambulatorio.

Ha sido en un diario digital donde ha conocido la opinión que el Vaticano (bendito estado que todo lo puedes) ha publicado con objeto de su muerte, de la muerte de José Saramago. Infames, pensó. ¿Y el perdón, no es una de nuestras virtudes y preceptos? ¿Y la tolerancia como síntoma de admisión del otro? Y ha escrito esa única palabra (infames) y la ha sentido dentro de sí como un susurro doliente y una congoja que se expresa despacio, sin intención de que nadie lo escuche. Mas le ha sonado con la sensación de estar ante un micrófono abierto. Un micrófono amigo a través del cual las hondas centrífugas llevan su sentir, su rebeldía íntima, a los católicos del mundo, sus congéneres de religión.

A continuación le viene a la mente otra palabra, mas se ha quedado inmóvil, con la intención en los dedos pero sin gesto de ponerse a escribirla. La piensa, la medita, regurgita sus letras y su sentido visceral. La piensa en todas sus acepciones, en sus varias formas de transferir la idea, y en infinitivo tensado que contiene la acción, en voz alta la dice para sí, para sus oídos y su corazón, si es que el corazón oye lo que uno mismo dice, que a veces sí, en el silencio sí: apostatar.



P.S. Tras la redacción de esta entrada leo en un diario digital que ha muerto José María Diez-Alegría, de quien conocí su honestidad. El titular lo define como jesuita castigado por Roma


"Dios no cree en el Vaticano", dijo un día

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