Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

miércoles, 15 de diciembre de 2010


ENRIQUE MORENTE, POR GRANAINAS. GUITARRA, NIÑO RICARDO. AÑOS SESENTA DEL SIGLO PASADO





A MIGUEL HERNÁNDEZ, 1971





De Granada un candil con luz de acero

rutilaba en Madrid. La voz debida

de Chacón y Silverio y de la vida

renacía vibrante. En el tablero

del cante y del querer y del te quiero

se asentó con la savia concebida,

se expandió con la sangre de una herida

que revolucionaba el ser primero.



Con savia de saber, con sentimiento,

con gusto por el árbol que se agranda

del cante hizo memoria y monumento,

se hizo principio, forma, son bifronte,

un camino más hondo, venga y anda,

que Enrique construyó si un horizonte.






Los recuerdos con Enrique Morente se alongan hasta remotos tiempos, cuando en el país todavía imperaba aquel llamado antiguo régimen y la televisión y la vida sucedían en blanco y negro. Discurría la década de los sesenta del siglo pasado y el cronista lo escuchó cantar, si bien que en un transistor pastoreando cabras, unas malagueñas que a su corazón joven pasmó con el sabor grande y recio y enervante de lo verdaderamente jondo. Malagueñas, siguirillas, medias granaínas, la caña


Por aquellas fechas, Antonio Mairena regentaba la afición gitanófila y sevillana y Fosforio se hacía aplaudir con amor por sus interpretaciones de maestro cabal, que se sigue diciendo. Otras voces surgían bajo el perfil de lo bien hecho: José Menese, Chocolate, Terremoto de Jerez, Bernarda de Urtrera, y el propio Enrique Morente. Poco después, apareció Camarón de la Isla. Los aficionados gozamos por entonces de la mejor y última etapa del flamenco con raíces, con perfección y respeto por el culto al legítimo cantar de Andalucía.

La primera vez que el cronista se desplazó a Montilla para verlo cantar, no triunfó Enrique Morente. Fue la segunda Cata Flamenca y allí se convocaron desde el maestro Antonio Mairena hasta el joven innovador Camarón de la Isla con su inseparable, por entonces, Paco de Lucía. Ya por aquellos años se comentaba que Enrique no era tan bueno en las tablas como en las grabaciones, lo que para uno, sin duda, fue un disgusto emocional. Pero seguía triunfando y, al mismo tiempo, dando que hablar entre los aficionados ortodoxos y abriendo brechas de admiración por otro lado.

 Portada del disco Nueva Yok / Granada

Enrique Morente cantó en la peña Manolo Caracol un invierno de mediados los ochenta. La Peña entonces era aquella tabernita con su pequeña capilla para escuchar el cante. No vestía de negro y en vez de camisa blanca lucía una camiseta posdmoderna. Ese detalle de su indumentaria ya le chocó al gusto de la concurrencia. Le tocó Pepe Habichuela y, mirando las caras y los silencios de los aficionados, el cronista tuvo la desagradable sensación de que no le había gustado nada más que a él. Montalbán ha sido siempre muy exigente para el cante, pero me atrevería a decir que aquella noche, sin embargo, demostró una carencia de aprecio a lo que se venía venir en cuanto a rupturas con las formas e innovación en los ritmos. Finalizado el recital de cante, el cronista conversó con Enrique y le oyó decir ya, en aquellas fechas, que el cante de silla tenía los días contados. Esa expresión gráfica se la debemos a él, a la curiosidad de su carácter, a su talento escénico, a su deseo de que el cante flamenco se entroncase con las músicas de afuera y conforte un espectáculo total, a modo o emulación de la ópera. Una apuesta valiente siempre que se disponga de cualidades múltiples para no hacer el ridículo y sentar más amplias bases a la expresión cantora. A tenor de los tiempos, podemos afirmar que lo ha conseguido.

En Fernán Núñez se le adoraba. A la peña El Mirabrás no sé cuántas veces habrá venido, y hasta unas vidalitas que navegaban entre dos guitarras faltas de puerto y de faro se le reverenciaban con el más caluroso de los aplausos. En la Mezquita de Córdoba el cronista quedó estupefacto escuchando a Enrique Morente cantando con una orquesta sinfónica. Hacía la voz de la Fantasía del cante Jondo para voz flamenca y Orquesta que compuso Antonio Robledo. Previamente, cantó a palo seco y otros palos por derecho que demostraron cuánto de saber y poderío tenía este genuino cantaor. Luego, en el Gran Teatro, ya en posesión de la fama y admiración de un público heterogéneo y entregado, sentí que la virtud de Enrique Morente con el grupo musical Lagartija Nick era un regalo extrovertido y rugiente, fenomenal y fresco para los sentidos de los oyentes. El disco titulado Omega fue una lanzadera vital a los territorios inexplorados del flamenco. Aunque para el recuerdo del cronista queda como inapreciable el doble disco Nueva York / Granada, Ariola 1990, en el que Morente, acompañado por Sabicas, rastrea e interpreta un gran compendio de todos los cantes.

Con los componentes de Lagartija Nick


Y esta primavera pasada, en las Caballerizas Reales, su enorme voz de trueno y piedra cincelada para la entonación de los bajos melodiosos, de los ayes a tiempo, de los tonos diversos, bramó de par en par en memoria del poeta Miguel Hernández y en honor de los cantes de siempre pero nuevos. Aquella noche, como en tantas ocasiones similares y en ciudades distintas que sabemos se han dado, en París o en Tokio o Nueva York, el cante flamenco me ofreció la dimensión auténtica y cosmopolita por la que pide ser Patrimonio Intangible de la Humanidad.

¿Cuánto le deberemos a Enrique Morente si algún se concede esa mención? ¿Lo tendremos en cuenta o, como tantas otras acciones del hombre, pasarán al olvido por la patada del tiempo irresponsable?

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