Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

sábado, 12 de marzo de 2011

De aquel escaparate le gustaba la chica que se cubría la cara con un disfraz y tenía un nombre de pega, inseguro, infantil y alegremente luminoso: ponía que se llamaba Marisol. A ninguna de las otras jóvenes se les veía la cara al completo: una estaba de perfil con el pelo tapándole la mejilla, otra con el rostro completamente difuminado, dos que ni siquiera se les veía en la foto señas de identidad más que unos mechones de la cabellera sobre el cuello; una morena de edad más que trillada se había hecho la foto tumbada boca abajo, sin bragas, pero cuya falda de mal gusto apenas le tapaba los cachetes. Tampoco ninguna se ofrecía íntegramente desnuda, aunque sí relucientes en sus dotes físicas.

Marisol parecía la más joven y la más bella: era la más bella para su gusto y aparentaba tener unos veinte años, los que ponía al pie de su foto, en la que aparecía  de pose frontal: suelta la cabellera cobriza, con un ajustado corpiño de  finos tirantes que dejaba ver la gracia de sus senos y la curiosidad del ombligo y con unas braguitas del mismo color, rosa floreado, en las que ella tenía puesta la manecita derecha con la insinuación de ir a quitárselas. El disfraz era una especie de gafas rojas que le cubrían la frente y la nariz, dejando a la luz sus ojos claros. De modo que llamó preguntando por ella, pero otra voz de mujer mayor le dijo que Marisol ya no trabajaba allí.

Pensó en colgar de seguido pero la voz lo retuvo anunciándole que tenían otras chicas a su disposición, hasta siete, y que el servicio estaba dispuesto las veinticuatro horas seguidas. La mujer que le hablaba lo hacía emulando una extranjeridad indefinible, melosa y cursi y cochambrosa en el mismo plato de la querencia. Tres paraguayas, dos brasileñas, una gallega y una negrita de Cabo Verde.

¿Cuántos años tiene la gallega?, preguntó un punto al azar por mostrar interés varonil. Nueve, oyó decir con toda la extrañeza de su corazón en aquella voz arrastrada que antes le había dicho que ella no “trabajaba”. ¿Nueve años? Sí, es una chiquita. Pero yo quiero una mujer, ya comprende. Sí, claro, usted quiere una mujer de verdad.

            Cortó la conversación telefónica dejando una esperanza mentirosa por despedida pero algo le había conmovido de aquella información recibida de la casa de citas. ¡Una niña de nueve años! Sintió repugnancia de sí mismo por dejarse llevar del deseo buscando a Marisol, la chica de boquita rosada y delicada piel con pecas o estrellitas en los hombros. ¿Es posible que en esa casa ofrezcan una niña de nueve años a un cliente cualquiera, un desconocido que llama la primera vez, aunque sea gallega y no rusita ni gitanilla rumana?

¿Qué debo hacer ahora? Los pensamientos se le atropellaron exigiéndole o impulsándolo cuando menos a una acción digna de su coherencia moral. Notó que al tiempo que pensaba dubitativo lo que debiera hacer y que no tenía por qué hacerlo, porque él no era ningún héroe, le temblaban las piernas y el estómago. ¡Proxenetas! ¿Vas a dejar que sigan actuando impunemente?
           
Se dispuso a hacerlo pero antes quiso comprobarlo con sus propios ojos. Llamó a su amigo Maxwell, inspector de policía, y fueron los dos.

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