Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

domingo, 10 de julio de 2011

EMIGRANTE ACADÉMICO: Alfonso Cabello Jiménez



El año que murió el dictador de España  me llevó mi amiga Ana a conocer su casa. Sus padres habían emigrado hacía tiempo y vivían en el mismo barrio donde nosotros llegamos tan solo un año antes. Nos conocíamos de cuando ella iba Montalbán en vacaciones con sus hermanas y su madre, pero nos hicimos amigas aquí, en aquel instituto de barrio madrileño. Su casa era un piso grande porque ellos eran siete con los padres, y me pareció magnífico en comparación al nuestro, que era mucho más pequeño, ya que para mis padres y yo no necesitábamos más.

Mi padre se había venido a trabajar de conductor de autobuses y el de mi amiga Ana era profesor, pero antes, me dijo, había sido albañil. Su padre nunca iba a Montalbán por el verano, y lo conocí esa tarde. Alfonso me pareció viejísimo para ser el padre de una chica de quince años, aunque ella era la cuarta de los cinco hermanos. Tenía Alfonso una habitación para él solo que utilizaba de despacho, todo llenito de libros, y en un lado estaba un cuadro grande de la Chiquita Piconera. Me di cuenta que era una copia, no muy buena, y Alfonso me aclaró que la había hecho un pintor aficionado del pueblo. Un tal Rafael Gálvez, ¿no lo conoces?, me preguntó. También me preguntó si me gustaba mucho leer y al comprobarlo me ofreció su biblioteca si algo necesitaba de allí. A partir de entonces, cada vez que iba con Ana a su casa entraba al despacho de Alfonso y lo saludaba. Me pareció un hombre solitario, pero no huraño, y siempre me preguntaba por mis padres. Mira que vivir en el mismo barrio y no habernos visto todavía, se lamentaba.

Mi padre me contó algunas cosas que despertaron cierta pena y simpatía en mí por ese hombre, por Alfonso Cabello Jiménez. Fue un inmigrante atípico, me dijo, y fue lo primero que me inquietó, porque así me lo parecía a mí, distinto a la mayoría de emigrantes que yo había visto durante las vacaciones de los veranos. Siempre fue un muchacho atípico en su entorno, y por eso emigró. Su emigración fue existencial, un acto existencial de rebeldía ante la Andalucía gris de los caciques. Me contó mi padre entonces que un patrón lo despachó de su cortijo porque no quería que leyera por las noches. Aquellos señoritos que odiaban la inquietud de los obreros, que los necesitaban dóciles, sumisos, que no querían libros dentro de sus cortijos porque odiaban al hombre y odiaban sus angustias. Las angustias de un jornalero inquieto, estudiante y a oscuras.

Mi amiga Ana no sabía nada de esa historia ocurrida a su padre. Y esa fue otra de las cosas que me pareció ver en él, que vivía en paz con su pasado y lo dejaba en silencio. Por eso, me decía yo entonces, no querrá ir a Montalbán en vacaciones. Había sido ofendido, pero no quería que sus hijos tuvieran resentimiento por lo que le ocurriera a él. Él tuvo un doble motivo y se vino a Madrid. En una de mis visitas, cuando ya Alfonso comenzaba a confiar en la amiguita de su hija, aun sin referir su historia personal nos habló del desgarro que le suponía la emigración, del que aparentemente estaba repuesto. El tono de sus palabras era conmovedor, pero no amargo, sino triste, y nos decía: Tanto da que fuese un jornalero que padecía el hambre familiar, que soportaba el paro colectivo, que compartía la oquedad del campo. La soledad sentida como piedra pesando en los bolsillos, pesando en las rodillas y en la imaginación, como provocación de una existencia rota. Los motivos de tantos andaluces, de tantos montalbeños como puños: la emigración a pecho, y a la espalda un pasado sin remedio.

Entonces ya sabía yo que fue un emigrante atípico, como decía mi padre, porque siguió estudiando. Y después no acumuló dinero para comprarse coches y parcelas. Ahora entiendo que esas son unas señas tan precisas, igual de valiosas y más nobles, que las de tantas autobiografías carentes de memoria que se escriben los hombres que triunfan de sí mismo. Alfonso no triunfó según se entiende el triunfo en la calle. Fue más la soledad que la ambición quien lo impulsó a coger el tren que no volviera, y se hizo a sí mismo profesor después de trabajar en los andamios. Esa forma absoluta de ser rebelde a solas con una proyección equiparable a derribar la choza y hacer la casa nueva: que los hombres del campo se expurguen el seño de irracionalidad con el aura de la ilustración. Ese podría ser su proyecto de vida.

Ahora ya no es un emigrante, mas morirá emigrado. La emigración tragó millones de brazos e ilusiones, algunos prosperaron y volvieron, otros vuelven la feria y al regreso llevan un no sé qué sobre los hombros, la mayoría son anónimos, igual que la esperanza. Pero Alfonso se hizo profesor de noche aquí en Madrid y no se quedó en eso. Después siguió estudiando y escribiendo, escribiendo con las señas de un clásico poesías como flores de otoño. Su hija Ana me dijo que tiene nombre propio en la Academia de Córdoba, que lo han hecho académico allí, donde se fue a vivir tal vez para estar más cerca de su lugar de origen. O del lugar donde se prefiere morir. El tiempo nos dirá de qué esplendor se adereza ese empeño de hacerse poeta con los años cumplidos, mas por de pronto le servirá de embajada a Montalbán en otros ámbitos y expande una cultura con raíces y vivencias dispares. Pues sigue siendo Alfonso un emigrante atípico, desarraigado de su pueblo pero escribiendo poesías y escribiendo artículos de la historia local y la provincia, quizá como un esfuerzo por sentirse integrado en sus raíces a través de la belleza y la memoria. Yo sé que la vida no es como un soneto, y él también lo sabrá por su agitada experiencia, mas cada vez que me envía un nuevo libro suyo, parece querer decirme que la vida es un soneto que hay que excarcelar de sus catorce versos, por más que bellos sean esos campos.


Este relato es una segunda versión (no publicada) de mi homenaje a Alfonso Cabello Jiménez  dedicado en La república hablanera.
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