Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

viernes, 24 de febrero de 2012

Hablando de la muerte (2)



Desde niño he tenido la muerte muchas veces en mis manos. No era la muerte mía, sino la de tantos chivos como sacrifiqué con destino al comercio y al sustento de la economía familiar. No me estremecí ni una sola vez al clavar el cuchillo en el gaznate de los animalitos, ni mientras contemplaba su sangre (sin adjetivos ahora) cayendo sobre el plato son sal gorda para que no se coagulara y sirviese también de avituallamiento, ni cuando, como experimentado matador, los descoyuntaba a la postre pisándoles el cuello y tirando de sus patitas traseras. Era parte de mi profesión de cabrero, y nacían más chivos de los que necesitábamos en la piara.

Las personas que aman sobremanera a los animales, las que forman las organizaciones en defensa de los animales tal vez se sientan ofendidos, sus sentimientos heridos, por lo que digo. Pero fue verdad: después los despellejaba de pies a cabeza y los abría en canal para quitarles las tripas y grasas inútiles para los restaurantes. Pueden creerlo: nunca me sentí ni culpable ni triste en mis faenas.

En otras ocasiones había que ahorcar los perros que se hacían viejos e inservibles. Y los ahorqué, mirando su agitada muerte. A veces una perra paría muchos cachorrillos y nos mandaban a los zagales a matarles la mayoría de ellos. Los tirábamos con toda nuestra fuerza contra la pared o contra el suelo y ahí se quedaba su mínima vida. Después los enterrábamos en el muladar. Se pudrían en poco tiempo. No había conmoción alguna por nuestra parte, más bien nos divertía esa barbaridad. La muerte, entonces, formaba parte de nuestro crecimiento emocional. No había que temerle.

El último animal que he tenido que sacrificar se llamaba Badi. Una simpática perra ratera que perteneció a mi madre y heredé cuando ella murió. Vivió con nosotros varios años desde que murió mi madre y el animal ya había cumplido casi cuatro lustros. Le atacaron varias enfermedades que el veterinario intentaba paliar pero, al fin, se quedó casi ciega y un tumor le corroía las entrañas. La llevé de nuevo al veterinario, a sabiendas de que no tenia remedio, y él me habló claro. Entonces sí sentí la punzada de la muerte en mi pecho. Abracé a Badi y comencé a llorar repentinamente. Lloré con lágrimas de verdad, compungido, así como se llora si es un ser muy querido el que se te muere en los brazos. El veterinario me consoló y rogó que volviese media hora después. Cuando volví la había envuelto en la misma caja de cartón donde la llevé. La cogí y de seguido me fui con ella al huerto; hice un hoyo bajo el nogal y allí la dejé.

2 comentarios:

Manuel Marcos dijo...

Sentimientos puros, que no están manchados con las conveniencias ni los prejuicios de hoy en día. Saludos.

Anónimo dijo...

Como me ha gustado esta entrada Pruden, habrá a quien pueda parecerle políticamente incorrecta, pero que le den a lo políticamente correcto, en serio te lo digo. Tú no cuentas otra cosa que la verdad, la muerte de aquellos animales en ningún caso era por placer ni por hacer una gracia. Eso sí, el ahorcamiento de perros (en mi niñez de pedradas y olivarillo recuerdo muchos galgos colgados) por suerte es algo que ya se ha superado en Andalucía, la grandísima mayoría de los galgos que ya no corren se entregan a Control Animal. Enhorabuena por esta entrada. Siento lo de tu perrita heredada.