Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

viernes, 27 de septiembre de 2013

Miguel Hernández: usar y tirar


26.09.2013 | 05:15
Hace unos días, este periódico denunciaba el estado de algunas de las instalaciones creadas en Orihuela para conmemorar el centenario de Miguel Hernández. Se ha cerrado la tienda donde los visitantes podían adquirir algún recuerdo; se ha clausurado también la sala de exposiciones del Rincón Hernandiano y sólo sobrevive, entre dificultades que hacen temer lo peor, la Casa Museo. Incluso aseguraba el periodista la propia Fundación Miguel Hernández podría verse en complicaciones en un futuro próximo. Tres años después de celebrarse el centenario del poeta, la impresión es que su figura ha pasado a un segundo plano ante el desinterés general.
Culpar de la situación a la crisis económica es un recurso fácil. Es probable que la falta de dinero tenga que ver en todo ello y haya propiciado los cierres y el abandono de los edificios, pero la crisis, por sí misma, no lo explica todo. Hay algo más profundo, más ligado a nuestra forma de ser, que revela la falta de sensibilidad que, a menudo, se da la mano con la ignorancia de nuestros gobernantes. Y está bien que les reprochemos a nuestros gobernantes esa falta de sensibilidad que muestran, siempre que no olvidemos que ejercen el poder gracias a nuestro voto.
Basta repasar las hemerotecas de los últimos años para comprobar que Miguel Hernández nunca ha sido un poeta apreciado por nuestros políticos. La afirmación puede sonar paradójica, pero es real. No ha sido la obra del artista la que ha interesado a nuestros representantes, sino el símbolo que Hernández suponía. Todos los partidos han buscado, en un momento u otro, el acercamiento a su figura para ganar simpatías y obtener de esa manera unos votos. Ahí, se acaba el interés de esas personas por Miguel Hernández. Las políticas culturales que admiramos en otros países, capaces de anteponer los intereses nacionales a los particulares, no existen entre nosotros. En el caso de Hernández, todo se ha limitado a un toma y daca: tú haces esto, yo hago aquello; tú entras, pues yo salgo. La cosa no ha pasado de ahí, y ha supuesto malgastar el dinero del contribuyente con inventos que no han acabado en ninguna parte.
De todo cuanto se ha dicho y movido en torno a Miguel Hernández, en los años recientes, sólo una cosa merecía verdaderamente la pena: los archivos. Los archivos de un escritor son los que permiten a los investigadores construir su memoria futura, que es la base de su permanente. Por eso merecía la pena haber conservado entre nosotros esos papeles. Pero ya hemos visto dónde han acabado. No puedo opinar, porque lo ignoro, si lo que pedía por ellos la familia respondía o no a su valor. En cualquier caso, si se hubiera actuado con seriedad, desde el primer momento, es seguro que las cosas se habrían resuelto de otro modo. Pero nunca existió una voluntad real de abordar el asunto. Se actuó siempre de cara a la galería. Era la galería, y no el poeta, lo que en realidad importaba. Por fortuna, son sus libros, y no las pantomimas de unos políticos de paso, quienes preservarán su memoria.

¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.

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