Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

sábado, 7 de septiembre de 2013

Talbania 1942


6
 Llegada de la maestra

─Ahí lo tiene usted, señorita ─anunció el carrero con la voz venteada de las cinco de la tarde─, ese es el pueblo a donde viene.
Un pueblito agradable de ver, como una postal con los colores difuminados por la luz rutilante de la tarde, construido en la margen izquierda de un riachuelo bordeado de una gran alameda en la que prevalecen los sauces, apareció a su vista. Sus no más de diez calles parten de la principal, que va orillando el río, enlazadas por otras transversales. Las calles ascienden suavemente hacia un cerro ancho y redondo que, en torno a la cima, se ve poblado de olivares. Más abajo de los olivares y hasta las casas del pueblo, hay terreno de labor y también se ven algunas manchas de viñedos. El blanco de las casas enjalbegadas de cal reluciente predomina y resalta entre los diversos verdes de las arboledas. Micaela Miranda, al contemplar el pueblito desde un alto del camino en el carro tirado por un mulo que la transportaba desde La Rambla, sintió un pellizco de desasosiego primero, pero lentamente fue asumiendo la soledad que se le venía encima como un estado anímico para el fortalecimiento de su espíritu. En aquellos tiempos ni autocar de línea llegaba al pueblo. El modo de viajar hasta allí, ya que tampoco disponía de recursos para costearse un taxi, era ir hasta Montilla que no quedaba lejos y tenía estación de tren, pero luego habría que procurar y convenir el traslado en la diligencia del cosario que hacía la ruta diaria entre un pueblo y otro. El coche de línea desde la capital solo llegaba hasta La Rambla, que estaba más cerca; desde allí alquiló el carro de un alfarero que lo usaba para acarrear leña y paja para su horno y por siete pesetas tuvo la gentileza de llevarla a ella con su maleta de madera y otro bolso grande de tela hasta Talbania. Era principios de septiembre, a la entrada del pueblo el aire emanaba un penetrante olor a mosto procedente de un lagar que, con las puertas anchas de la calle abiertas, ofrecía la vista de un gran patio donde la uva se amontonaba. Más que como una posible utilidad, como resquicio de la nostalgia por su primer trabajo, y como aprecio personal que le tenía por ser regalo de su padre, se llevó la bicicleta.
            Contaba entonces veinticuatro años de edad y llevaba más de cinco sin ejercer de maestra. No era una mujer muy alta Micaela Miranda, pero sí bien definidas sus curvas femeninas. Llamaba la atención su fisonomía por los desinhibidos movimientos de sus caderas anchas y la mirada viva. Morena con el pelo ondulado más bien corto, brillaban sobre la claridad de su piel el juego de los ojos color miel con las pestañas largas y arqueadas y la sensualidad de los labios carnosos, cuya ligera elevación en las comisuras superiores denotaba su fuerte personalidad, su confianza en sí misma. Una criatura sensual y de su tiempo arrostrada por recuerdos y vivencias dolientes. Durante los estudios de bachillerato tuvo su primer y único novio, pero ahora no tenía más que los sentimientos de las vicisitudes que la sinrazón de la vida le estaba deparando. No la perseguía el apego de aquella ocasión amorosa. No era mujer de acunar fantasmas ni desgracias del pasado. La recibió en el ayuntamiento don Juan de Prado, el alcalde que estaba avisado de su llegada, y la acompañó hasta la casa escuela de niñas en la que habría de ejercer y vivir. La casita era la última de una de las calles centrales que nacía en la plaza donde estaban el ayuntamiento y la iglesia y la posada y dos tabernas, y terminaba en la serenidad y la polvareda de un camino ancho bordeado de un valladar con piteras, chumberas y espinos majuletos al otro lado de las casas, separando las tierras de cultivo. No era una casa exenta, rodeada de huerto, como quiera que ella había soñado o deseado, sino pegada a otra también de una sola planta y con la techumbre de teja moruna a dos aguas. Estaban tres banderas descoloridas, lánguidas por la quietud del viento, colgadas de sus mástiles clavados en la fachada. Solo reconoció la roja y gualda. Se oía el chirrido casi continuo de las últimas chicharras del verano, estridentes en los arbustos del vallado y lejos, en los olivos. Había un perro grande atado a una manilla clavada en la pared de la casa de enfrente que ladró amenazador y salió la mujer de la casa a callarlo. «Buenas tardes, don Juan, y la compaña». «Buenas tardes, Paca». «Buenas tardes, señora», correspondió también Micaela Miranda pensando que sin duda esa mujer iba a ser vecina suya. Por una portilla lateral de esa casa salían y entraban una camada de polluelos revueltos con gallinas y pavos que gorgoriteaban y escarbaban en el atardecer de la vereda colindante. Don Juan de Prado abrió la puerta de la casa, echó un vistazo primero y la  invitó a entrar. Dejaron sus cosas y después la invitó a tomar un refresco en el casino. Mientras caminaban le dijo que el pueblo tiene dos escuelas de niños y otras dos de niñas, pero que la otra es de pago.
            ─Como usted comprenderá, señorita Micaela, estoy al tanto de su devenir, de su carrera como docente y de las condiciones en que es destinada aquí. Lamento su situación, que usted se habrá buscado, pero si se aviene con nuestra manera pacífica de entender la vida no tendrá problemas. Lo malo ya ha pasado. Además de alcalde de este pueblo soy también su maestro, uno de sus dos maestros. El otro es como usted, rehabilitado; un hombre bondadoso que no nos crea problemas de ningún tipo. Estamos muy contentos con él además porque es un buen maestro, aunque aprecio que no somos correspondidos en igual medida por su carácter, o por sus ideas. Yo lo comprendo, pero él se lo pierde. Es un hombre muy culto y un buen agricultor, pues tienes unas fanegas de su propiedad en Bienlabrada, de donde procede. Bienlabrada es otro pueblecito, más o menos como éste, que queda cerca. Él mismo labra sus tierras en los días libres. Coge su moto y se va para allá. Ya te lo presentaré un día. Se llama Manuel Pino y quiere que construyamos una biblioteca, pero ya verá usted los lectores que hay aquí para ese desembolso tan grande. ¡Una biblioteca municipal!, pide mi hombre. Y yo lo comprendo, pero qué se le va a hacer. ¿Dónde vamos por el dinero?  
            Don Juan de Prado cesó su charla y tras tomarse el café pidió una copa de coñac. Micaela Miranda atendía sin gran inquietud lo que el alcalde le amonestaba y con atención disimulada lo que le dijo del otro maestro. El retrato fugaz de ese hombre, Manuel Pino, lo vislumbró ella como un posible asidero ante la soledad y la incertidumbre del temido desprecio que pudiera mostrarle la gente del pueblo. Se guardó de preguntar por él. Ya llegaría el momento de conocerlo. Se acercó un señor algo mayor que el alcalde, más grueso y con bigote ancho y con menos modales que ni siquiera se disculpó de interrumpirlos. Sin preámbulo alguno le dijo a don Juan de Prado si lo esperaban para jugar la partida, que ya había llegado el capitán Cañete. En el cansino se jugaba al tute subastado y otros juegos de envite con baraja española y ése debiera ser uno de los compañeros de mesa. Le respondió que tardaría una media hora y, con un gesto repentino, como quien acaba de acordarse de algo, se lo presentó a Micaela Miranda con el nombre de Gonzalo Estrada y con el distintivo de haber sido su antecesor en el puesto de regidor municipal. El hombre saludó a la maestra, sin quitarse un puro que fumaba de la boca, con una especie de gruñido intercalado entre unas pocas palabras que apenas entendió ella. Se retiró.
─No me alisté a defender España por no dejar abandonados a mis alumnos, figúrese, pero ya ve que estoy de acuerdo con el vuelco que ha dado la nación. A la Guardia Civil, que son tres números y un cabo nada más, les he advertido que no deben molestarla ni vigilar su casa mientras no dé muestras de que así tenga que ser. Aquí nos llevados todos bien, como si fuésemos de una misma familia, aunque sujetos de malas entrañas los hay como en cualquier lugar. Pero usted, con lo guapa y joven que es y a la misión que viene a cumplir, procuraremos que nadie la moleste, que no vayan a ofenderla los borrachos ni nadie por el estilo. Porque una mujer tan guapa como usted, y sola además, ya comprenderá lo que son los pueblos, no está libre de las algaradas y tentaciones de los mozuelos los días de juerga.
            Don Juan de Prado tendría algunos más de treinta años y era apuesto, bien peinado y vestido y perfumado, y a medida que le hablaba la miraba con aire seductor, abrillantando los ojos negros y tocándose la barbilla. Se quedó turbado cuando Micaela Miranda le preguntó de golpe.
            ─¿Está usted casado?
            ─Sí, cómo no. Tengo esposa y dos hijos. Los dos varones, de cuatro el mayor, el pequeño tiene un añito. Pero ya comprende…
            ─Oiga, don Juan, y todos esos campos al otro lado del río ¿por qué no están cultivados ni sembrados de olivos? ¿No es buena esa tierra?
            Desde el alto de camino donde divisó Talbania por primera vez, Micaela Miranda observó las tierras parduscas y de escasa vegetación grisácea, como resecas, que se extendían desde la margen derecha del río por el oeste hasta el horizonte. En ese gran espacio vacío apenas se apreciaban los cuerpos oscuros de algunas encinas separadas unas de otras. Todo aquel campo sobrecogedor, parecido a un terreno espacial con ondulaciones mansas que formaban los pequeños cerros sobreponiéndose en la perspectiva unos a otros, que abrasaba la soledad incandescente de un verano acabándose pero aún activo, contrastaba con la luz suave de la tarde verdosa que rodeaba al pueblo blanco. Don Juan de Prado le contó la historia de un incendio provocado por unos desalmados que se tomaron la justicia por su mano contra la propietaria de esas tierras que entonces estaban sembradas de trigales. Y con un tono de voz neutra que indicaba el haber olvidado o asumido el desastre, o que no le importaba la consecuencia presente, dijo que los dos años siguientes al incendio fueron de lluvias largas y tormentosas. Que el agua asquerosa de la lluvia se llevó toda la tierra de labor, dejando la piedra viva a la tostanera de los veranos.
            Tostanera, pensó Micaela para sí. Debe ser un localismo. Pero suena bien. Es bonito. De tostar o tostarse al sol.
            ─Aquello ocurrió hace ya varios siglos. Desde entonces le llamamos el desierto aunque no lo es porque algo produce. Produce hierbajos y matojos que vienen bien para el pastoreo del ganado. No le recomiendo que lleve a sus niñas por ahí de excursión, porque no hallará más que lagartos, alacranes y cernícalos. Y culebras y topillos. ¿Le gusta a usted contemplar bichos raros? Me han dicho que es muy amante de la naturaleza.
            Al decir esto último, don Juan de Prado parecía querer mostrarse cómplice e interesando por el amor a la naturaleza.
            ─Ya lo comprobará si me ve de excursión por ahí. Primero habré de conocerlo yo. Si es interesante para mis alumnas, tengo una buena guía de animales silvestres de la provincia. Es de la poca herencia que me dejó mi padre al morir.
            Ella lo desafío con la mirada al mencionar la muerte de su padre. Don Juan de Prado no la entendió al principio y algo así como conmovido a propósito le pareció oportuno darle el pésame. Con la apostura indicada para la falsa conmiseración intentó tocarle la mano por encima de la mesa. Micaela Miranda la retiró como un resorte que salta, casi violentamente; desvió la mirada y le pidió que la dejara irse para deshacer la maleta. En aquel momento entró al casino un hombre mal encarado, sudoroso, que vestía uniforme verde pálido de guarda jurado. Colgaba una escopeta a un hombro y un cestillo de anea al otro. Con su mirada torva se detuvo a escudriñarla descaradamente, como quien mira un escaparate, en tanto que con gesto servil dijo buenas tardes tengan don Juan y la compaña. De seguido se dirigió al mostrador como con sed. Era Santiago el que llegó. El alcalde no le respondió el saludo, solo pronunció su nombre como a regañadientes y sin mirarlo, como queriendo defenderla de aquel hombre. El alcalde volvió a su mueca cariacontecida al despedirla y se quedó clavado, de pie junto a la puerta, mirando su figura con avidez marcharse calle arriba.
Él se marcho también y se dirigió al ayuntamiento, donde estaba esperándolo el secretario que preparaba el acta de la sesión anterior y los puntos a tratar en el próximo pleno municipal. «¿Qué le ha parecido a usted la nueva maestra?». «¡Bah!. Es guapa, y joven, pero un plomo. Una señorita de la capital que se lo tiene creído». «Bueno, de todos modos ella viene aquí por un par de años a dar clase a las niñas, esperemos que no quiera también que la nombremos reina de las fiestas. ¿Si usted dice que da la talla?». 
(...)
Cuando don Juan de Prado terminó el papeleo pendiente con su secretario, se fue de nuevo al casino donde lo esperaban para jugar a las cartas. Era su único vicio visible.
            Había oscurecido pero la casita tenía luz eléctrica, una bombilla en cada lado. A la entrada a la derecha estaba el dormitorio y a la izquierda la cocina. No tenía tabiques de separación la cocina, y la puerta del dormitorio solo estaba cubierta por una cortina de grueso paño, con el color perdido por el polvo y el tiempo y la quietud. El tabique no llegaba hasta el techo, donde se veían las vigas sin pulir y el cañizo chorreado de yeso endurecido. Micaela Miranda sintió una pulsión por llorar antes de colocar sus cosas, pero no lloró. Tragó saliva pero no lloró. También hizo de tripas corazón para evadir la desesperanza y la opresión de angustia que había comenzado a sentir al salir del casino. Sintió la opresión como un abrazo infame de viento quemado, un viento rastrero que no existía en realidad sino en torno de su piel y sus costillas. «Su nombre lo dice todo: ¡don Juan! Y ese Santiago será su perro faldero. Y el del bigote: vaya educación». Quiso volver a ver la escuela con la luz crepuscular, con la luz amarillenta que despedía la bombilla colgada del techo, en el centro de la sala cubierta con una pantalla en forma de plato de latón niquelado puesto boca abajo. A continuación de la escuela, en la parte posterior de la casa que daba a otro corral paralelo y el fondo al campo, había un pequeño patio rectangular de no más de cinco metros de fondo. El recreo. El peso de la congoja fue desapareciendo pero al mirar el patio a oscuras se apoderó de ella la melancolía. Una melancolía empalagosa que quiso combatir con un sentimiento de ironía falaz. Esta escuela también es al aire libre, se dijo para sus adentros, casi moviendo los labios en una apuesta contra la desgracia. Siempre se había tenido en alta estima Micaela Miranda desde que su padre la indujo al maravilloso oficio de enseñar, desde que su pobre padre entusiasmado le ponderaba el valor de enseñar a los niños a leer y a escribir, a sumar y a dividir; tantas cosas del mundo y de los libros como el camino más digno y el que más virtudes pudiera ofrecerles. La personalidad no se conforta solamente del saber y del tener, sino del sentido de la generosidad y la participación que uno le de a la vida, a su propia vida. Ella había estado cesante más de cinco años, pero no había perdido el tiempo ni el entusiasmo ni el amor por la enseñanza. Ahora ya era otra vez dueña de una escuela. Más que un recreo es un pequeño corral, pensó, pero también pensó como queriendo consolarse que las niñas son menos expansivas en sus juegos que los chiquillos. El patio tenía un arriate seco, baldío, alrededor de toda la pared. Sembraremos geráneos. Entonces pensó en el agua. Estaba en una tinaja en la cocina. Lo que no había era ducha.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me gusta, engancha. ¿la tendremos pronto en papel?. Enhorabuena.