A mi hermana Conchi, en su cumpleaños
Lo propio en la celebración del centenario de cualquier autor es dar a conocer su obra, leedla, y que el lector deduzca si merece la pena tanto empeño. Sobre este centenario se está poniendo mucha carne en el asador de la memoria; toda la que se puede, se reafirman los promotores.
Desde el Parlamento español hasta muchos ciudadanos anónimos, estamos removiendo la obra y la vida de Miguel Hernández. Orihuela y Elche, Córdoba y Madrid, Puerto Rico y Buenos Aires, La Habana y Montalbán…
Las ediciones de sus obras, poesía, teatro, prosas, correspondencia, y hasta una novela inconclusa, pasan de mano en mano y por los pupitres de los colegios. Sus biógrafos ofrecen nuevos, y a veces desconcertantes, datos de su vivir. Las pocas fotografías que se hizo se reproducen en internet, y el dibujo de Buero Vallejo se multiplica y asienta esa mirada triste y dulce en el conocimiento de la gente.
En las conferencias, en las mesas redondas, en los seminarios y congresos donde se divulga académicamente la imagen y la huella de Miguel Hernández, el poeta sale aprendido, asumido, imbricado en nuestra sien y en las pupilas.
No hay mucho que añadir. Yo reproduzco algunas palabras de los que más lo amaron y lo recordaron siempre desatento a su propia muerte, vivito y soriendo con su terrestre mediterraneidad.
Cartel que el pueblo de Montalbán dedica al Centenario
Velintonia 3. Casa de Vicente Aleixandre, Madrid. Está ruinosa y hay abierto un proceso ante las administraciones para su recuperación y dedicarla a Casa Museo de la Poesía.
Evocación de Miguel Hernández
Vicente Aleixandre
Lo recuerdo perfectamente, pero no tengo la carta, desaparecida como tantos otros papeles queridos. Era una cuartilla de papel basto, y en ella unas líneas apretadas, escritas con una letra rodada y enérgica. No quisiera atribuirle palabras que no dijese, pero sí hago memoria transparente de su sentido: «… He visto su libro La destrucción o el amor, que acaba de aparecer… No me es posible adquirirlo… Yo le quedaría muy agradecido si pudiera Vd. proporcionarme un ejemplar… Voy a vivir ahora en Madrid, donde estoy…» Y firmaba así, exactamente:
Miguel Hernández,
pastor de Orihuela.
Desde esos días empezó a venir frecuentemente por mi casa. Miguel era entonces el autor de Perito en lunas, libro editado en muy corta tirada hacía dos años, en Murcia, y que había pasado desapercibido. En esta obra se veía más que nada al prodigioso artífice temprano, cuajadas sus octavas en los últimos efluvios del centenario de Góngora, que todavía había alcanzado a su sanísima juventud.
Pero ya entonces no hablaba de este libro. Yo le evoco en aquella primera temporada como una fuerza de primavera metida en primavera: abril, mayo, junio. Primavera de campo. En esos casi comienzos del verano, cuando han brotado los árboles y el aire brilla con potestad de cielo y la naturaleza parece poderle a la ciudad, Miguel era más Miguel que nunca. También él, al ritmo natural, semejaba arribado en esa honda de verdad que enverdecía a Madrid y lo coloreaba.
Algo tenía en esas horas que le hacía parecer como si siempre llegase de bañarse en el río. Y muchos días de eso llegaba, efectivamente. Mi casa estaba en el borde de la ciudad. «¿De dónde vienes, Miguel?» «¡Del río!», contestaba con voz fresquísima. Y allí estaba, recién emergido, riendo, con su doble fila de dientes blancos, con su cara atezada y sobria, con su cabeza pelada y su mechoncillo sobre la frente.
Calzaba entonces alpargatas, no sólo por su limpia pobreza, sino porque era el calzado natural a que su pie se acostumbró de chiquillo y que él recuperaba en cuanto la estación madrileña lo consentía. Llegaba en mangas de camisa, sin corbata ni cuello, casi mojado aún de su chapuzón en la corriente. Unos ojos azules, como dos piedras límpidas sobre las que el agua hubiese pasado durante años, brillaban en la faz térrea, arcilla pura, donde la dentadura blanca, blanquísima, contrastaba con violencia como, efectivamente, una irrupción de espuma sobre una tierra ocre.
La cabeza, de la que él había echado abajo el cabello sobrante en otros, era redonda y tenía un viso acerado en su pelo corto, con un signo de energía en el remolino de la frente, corroborado en los pómulos saledizos, pero desmentido en su entrecejo limpio, como si quisiera abrir una mirada cándida sobre el mundo entero que con él se correspondiese.
Era puntual, con puntualidad que podríamos llamar de corazón. Quien lo necesitase a la hora del sufrimiento o de la tristeza, allí le encontraría, en el minuto justo. Silencioso entonces, daba bondad con compañía, y su palabra verdadera, a veces una sola, haría el clima fraterno, el aura entendedora sobre la que la cabeza dolorosa podría reposar, respirar. Él, rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los que tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente. Su planta en la tierra no era la del árbol que da sombra y refresca. Porque su calidad humana podía más que todo su parentesco, tan hermoso, con la naturaleza.
Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos.
Los encuentros. Editorial Guadarrama, 1958.
Tomado de Los encuentros. Edición aumentada y definitiva. Selecciones Austral, Espasa Calpe, 1985
Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos.
Los encuentros. Editorial Guadarrama, 1958.
Tomado de Los encuentros. Edición aumentada y definitiva. Selecciones Austral, Espasa Calpe, 1985
Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.
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