Cuando estalló la guerra su padre
viudo y su hermano de 15 años estaban en un melonar, cerca de Andújar. Los dos
eran analfabetos. Y muy pobres. También pobres de espíritu, como se entiende
con esa frase de raigambre y hechura confortativas. Ella, huerfanita, vivía en
Talbania con unos primos mientras tanto, y no supo más de ellos hasta pasados
los tres años de enfrentamiento civil. Cada lugar quedó en una zona de distinto
color. El rojo y el azul. Ella apenas lloraba; solamente, cuando alguien le
recordaba la posible existencia de sus dos familiares, sentía la desolación de
su adolescencia prestada. Casi tres años enteros sin saber de ellos. Los sentía
cercanos, pero también los daba por perdidos.
Esto no es una leyenda, ni ejemplar ni maniquea ni tristemente heroica. Es un suceso más de aquella España que es menester seguir rememorando para que
nuestros antepasados, por humildes y analfabetos, vencedores con miedo y anónimos derrotados, retornen a las conversaciones
con sentido.
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