Fragmento de "Talbania 1942"
Al día siguiente fue viernes. Había
nublados broncos y veloces y los viernes por la tarde tocaba dar clase de religión.
A las más pequeñas les puso una muestra para que fuesen copiándola de la
pizarra. El tema correspondiente era el diluvio universal y a las mayores tenía
que explicárselo siquiera con la dilatación que exponía el libro. Ella fue leyendo
y comentando metódica lo que las niñas mayores ya sabían de otros años: que
Dios quiso castigar a los hombres porque obraban mal. Dios ideó la manera de castigarlos
a todos con la muerte menos a uno y su familia. Ese que se salvaría se llamó
Noé. Micaela Miranda se sabía bien la historia bíblica y, tras explicar lo de
la construcción de la grande arca y la recogida de los animales, comenzó a
llover sobre la escuela. Comenzó a llover de forma inesperada y torrencial,
como suele ocurrir algunos días tormentosos de primavera, y el patio de la
escuela se llenó de granizos gordos y ranas y culebras pequeñas. De golpe había
oscurecido porque las nubes eran grandes y negras y volaban bajas y hubo que encender
la luz, pero la luz se había ido, como solía ocurrir los días de tormenta. Llovía
y granizaba y tronaba con tan aterrador estruendo, que el techo de la escuela
parecía moverse. Algunas niñas pequeñas comenzaron a llorar llamando a sus madres.
Algunas otras de las mayores y audaces, no pudiendo contener la curiosidad, se
asomaron al patio para mirar por los cristales de la puerta. Se reían viendo
las ranas atolondradas dando saltos como locas y señalaban con el dedo las culebritas
que caían revueltas con los granizos y la lluvia. El sumidero quedó pronto
atorado por la descarga torrencial que no cesaba y el tomo de granizos fue subiendo
hasta el nivel del sardinel. El agua comenzó a entrar a la escuela. Por la rendija
de la puerta que no encajaba bien se colaron varias culebritas que se
arrastraban siguiendo la base de la pared. Viendo aquella trapisonda que formó
la oscuridad, los relámpagos, los truenos, el llanto de unas niñas, el alboroto
de otras por matar los reptiles, el sonido pavoroso sobre el techo y el agua
entrando por la puerta, Micaela Miranda se asustó y obligó a que todas las
alumnas se metiesen en la cocina*. Arrebujadas, como quien recoge con urgencia
una serie de objetos desordenados en una manta, las metió a todas en la cocina
en un plis plas. Una de las mayores, llamada María Luisa, que por su naturaleza
temperamental y nerviosa se comportaba a diario más traviesa que otras, comenzó
a rezar el rosario a media voz. La maestra la miró sonriente, con delicadeza de
amiga y le guiñó un ojo. La niña también sonrió primero y a continuación se le
soltaron una serie de hipidos ahogados en el pecho y la garganta como queriendo
contener el llanto. Antes de rezar todo el rosario comenzó a reírse de verdad.
Una compañera se enfadó con ella.
─Mira
que eres mala, María Luisa. Con lo que está cayendo y te pones a reír. ¿No te
da na, viendo como lloran estas niñas?
─¿Queréis
que recemos el rosario o que cantemos que llueva que llueva? ─preguntó Micaela
Miranda. María Luisa comenzó a cantar:
¡Que
llueva que llueva, la virgen de la cueva,
los
pajaritos cantan, las nubes se levantan!
Como
la acompañara de inmediato la voz de la maestra, otras niñas se sumaron al coro
para desafiar la tempestad.
¡Que sí! ¡Que no! ¡Que llueva a chaparrón!
¡Que quiebre
los cristales de la estación!
Duró
más la tormenta que el repertorio de canciones infantiles que sabía Micaela
Miranda, pero casi todos los padres y madres fueron a la escuela con paraguas,
impermeables y prendas de vestir grandotas a recoger a sus hijas. Gracias al
diluvio, aquella tarde la clase terminó antes de tiempo.
Al quedarse sola, el
granizo ya no caía; los truenos dejaron de oírse y los relámpagos de verse.
Pero seguía lloviendo y Micaela Miranda se puso triste de pronto. Le entró una
tristeza sin pena que la llevó a recordar a doña Carmen Ruz en su exilio. No
había vuelto a saber de ella, ni de su esposo el pedagogo y político Eloy
Vaquero. Recordó con nostalgia a doña Carmen Ruz porque con ella vivió una
tarde de tormenta parecida. Ella fue quien le enseñó el truco de entretener a
los niños que se asustan con los relámpagos y los truenos. Cantaban canciones
divertidas y hasta pedían a los alumnos que supieran a que contasen chistes.
Pero ahora la lluvia seguía cayendo despacio y ella ignoraba el paradero de los
exiliados. Se sentía triste porque la lluvia y la soledad son una buena yunta
para arrastrar las almas sentimentales y conducirlas a la añoranza, a la
ternura, a los deseos y los sueños que se viven fuera del tiempo. La melancolía
le hizo también desear que su madre estuviera a su lado y poder abrazarla.
Ella
escribía a su madre todas las semanas una carta pero Trini no lo hacía con la
misma regularidad. Se pasaba un mes y no le enviaba noticias de su estado, ni
le contaba nada de cómo vivía, aunque Micaela Miranda no tuviera que hacer
esfuerzos de imaginación para recordarla igual que la dejó al venir. Su madre
se acordaría de ella pero era una mujer descuidada para los afectos; creyente y
compasiva y buena madre que nunca le hizo daño, que la cuidó bien y quería a su
esposo, pese a ser tan distinto. Eran muy distintos de carácter sus padres pero
Trini se vio desangelada al saber que Marcelo había muerto. Se vistió de luto, y
al poco de estar en La Carlota
ya no hablaba de él ni lloraba su desamparo. Buscó trabajo para seguir viviendo
y soportó las penurias como si nada, con la paciencia translúcida que le
otorgaba su fe. Podía pasarse un mes sin escribir a su hija con la tranquilidad
en el corazón de que nada malo le ocurriría. Micaela Miranda le achacaba casi
siempre sus largos silencios, le costaba entenderlos y admitirlos, por eso,
cuando recibía carta de su madre, se estaba tres días sin salir a la calle nada
más que a lo preciso. Se ponía a escribirle de seguido y después repasaba todas
sus cartas anteriores, saboreándolas con placer porque su madre escribía
siempre sin asomo de dolor ni lamentaciones. Las releía como agarrándose al
vínculo febril y débil y amenazado por las vicisitudes que pudiera romperse por
el vacío de palabras. Después de su madre, ¿qué le quedaba de consistencia y
perecedero? No se fiaba de los deseos de los otros. No quería creer en los
sueños de los demás. Tenía grabada una incertidumbre en el pensamiento: la
sospecha oclusiva de que el amor le dañaría más en su situación que felicidad
pudiera obtener de compartirlo. Porque ella sabía que el amor le rondaba el
cuerpo y le solicitaba el corazón.
*Era una casa-escuela y la
maestra vivía allí, sola.
2 comentarios:
".... la lluvia y la soledad son una buena yunta para arrastrar las almas sentimentales y conducirlas a la añoranza...."
Bellísimo texto.Impecable.
Abrazo.
La lluvia que cae fuerte, arreciando, el aula llena de niños y niñas, los truenos y relámpagos..., me ha traído recuerdos de la niñez esta entrada, que por cierto está magistralmente escrita. Un abrazo amigo.
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