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Llegada de la maestra
─Ahí lo tiene
usted, señorita ─anunció el carrero con la voz venteada de las cinco de la
tarde─, ese es el pueblo a donde viene.
Un
pueblito agradable de ver, como una postal con los colores difuminados por la
luz rutilante de la tarde, construido en la margen izquierda de un riachuelo
bordeado de una gran alameda en la que prevalecen los sauces, apareció a su
vista. Sus no más de diez calles parten de la principal, que va orillando el
río, enlazadas por otras transversales. Las calles ascienden suavemente hacia
un cerro ancho y redondo que, en torno a la cima, se ve poblado de olivares.
Más abajo de los olivares y hasta las casas del pueblo, hay terreno de labor y
también se ven algunas manchas de viñedos. El blanco de las casas enjalbegadas
de cal reluciente predomina y resalta entre los diversos verdes de las
arboledas. Micaela Miranda, al contemplar el pueblito desde un alto del camino
en el carro tirado por un mulo que la transportaba desde La Rambla, sintió un
pellizco de desasosiego primero, pero lentamente fue asumiendo la soledad que
se le venía encima como un estado anímico para el fortalecimiento de su
espíritu. En aquellos tiempos ni autocar de línea llegaba al pueblo. El modo de
viajar hasta allí, ya que tampoco disponía de recursos para costearse un taxi,
era ir hasta Montilla que no quedaba lejos y tenía estación de tren, pero luego
habría que procurar y convenir el traslado en la diligencia del cosario que
hacía la ruta diaria entre un pueblo y otro. El coche de línea desde la capital
solo llegaba hasta La Rambla, que estaba más cerca; desde allí alquiló el carro
de un alfarero que lo usaba para acarrear leña y paja para su horno y por siete
pesetas tuvo la gentileza de llevarla a ella con su maleta de madera y otro
bolso grande de tela hasta Talbania. Era principios de septiembre, a la entrada
del pueblo el aire emanaba un penetrante olor a mosto procedente de un lagar
que, con las puertas anchas de la calle abiertas, ofrecía la vista de un gran patio
donde la uva se amontonaba. Más que como una posible utilidad, como resquicio
de la nostalgia por su primer trabajo, y como aprecio personal que le tenía por
ser regalo de su padre, se llevó la bicicleta.
Contaba entonces veinticuatro años
de edad y llevaba más de cinco sin ejercer de maestra. No era una mujer muy
alta Micaela Miranda, pero sí bien definidas sus curvas femeninas. Llamaba la
atención su fisonomía por los desinhibidos movimientos de sus caderas anchas y
la mirada viva. Morena con el pelo ondulado más bien corto, brillaban sobre la
claridad de su piel el juego de los ojos color miel con las pestañas largas y
arqueadas y la sensualidad de los labios carnosos, cuya ligera elevación en las
comisuras superiores denotaba su fuerte personalidad, su confianza en sí misma.
Una criatura sensual y de su tiempo arrostrada por recuerdos y vivencias dolientes.
Durante los estudios de bachillerato tuvo su primer y único novio, pero ahora
no tenía más que los sentimientos de las vicisitudes que la sinrazón de la vida
le estaba deparando. No la perseguía el apego de aquella ocasión amorosa. No
era mujer de acunar fantasmas ni desgracias del pasado. La recibió en el ayuntamiento
don Juan de Prado, el alcalde que estaba avisado de su llegada, y la acompañó
hasta la casa escuela de niñas en la que habría de ejercer y vivir. La casita
era la última de una de las calles centrales que nacía en la plaza donde
estaban el ayuntamiento y la iglesia y la posada y dos tabernas, y terminaba en
la serenidad y la polvareda de un camino ancho bordeado de un valladar con
piteras, chumberas y espinos majuletos
al otro lado de las casas, separando las tierras de cultivo. No era una casa
exenta, rodeada de huerto, como quiera que ella había soñado o deseado, sino
pegada a otra también de una sola planta y con la techumbre de teja moruna a
dos aguas. Estaban tres banderas descoloridas, lánguidas por la quietud del
viento, colgadas de sus mástiles clavados en la fachada. Solo reconoció la roja
y gualda. Se oía el chirrido casi continuo de las últimas chicharras del verano,
estridentes en los arbustos del vallado y lejos, en los olivos. Había un perro
grande atado a una manilla clavada en la pared de la casa de enfrente que ladró
amenazador y salió la mujer de la casa a callarlo. «Buenas tardes, don Juan, y
la compaña». «Buenas tardes, Paca». «Buenas tardes, señora», correspondió
también Micaela Miranda pensando que sin duda esa mujer iba a ser vecina suya.
Por una portilla lateral de esa casa salían y entraban una camada de polluelos
revueltos con gallinas y pavos que gorgoriteaban y escarbaban en el atardecer
de la vereda colindante. Don Juan de Prado abrió la puerta de la casa, echó un
vistazo primero y la invitó a entrar. Dejaron
sus cosas y después la invitó a tomar un refresco en el casino. Mientras
caminaban le dijo que el pueblo tiene dos escuelas de niños y otras dos de niñas,
pero que la otra es de pago.
─Como usted comprenderá, señorita
Micaela, estoy al tanto de su devenir, de su carrera como docente y de las
condiciones en que es destinada aquí. Lamento su situación, que usted se habrá
buscado, pero si se aviene con nuestra manera pacífica de entender la vida no
tendrá problemas. Lo malo ya ha pasado. Además de alcalde de este pueblo soy
también su maestro, uno de sus dos maestros. El otro es como usted,
rehabilitado; un hombre bondadoso que no nos crea problemas de ningún tipo.
Estamos muy contentos con él además porque es un buen maestro, aunque aprecio
que no somos correspondidos en igual medida por su carácter, o por sus ideas.
Yo lo comprendo, pero él se lo pierde. Es un hombre muy culto y un buen
agricultor, pues tienes unas fanegas de su propiedad en Bienlabrada, de donde
procede. Bienlabrada es otro pueblecito, más o menos como éste, que queda
cerca. Él mismo labra sus tierras en los días libres. Coge su moto y se va para
allá. Ya te lo presentaré un día. Se llama Manuel Pino y quiere que
construyamos una biblioteca, pero ya verá usted los lectores que hay aquí para
ese desembolso tan grande. ¡Una biblioteca municipal!, pide mi hombre. Y yo lo
comprendo, pero qué se le va a hacer. ¿Dónde vamos por el dinero?
Don Juan de Prado cesó su charla y
tras tomarse el café pidió una copa de coñac. Micaela Miranda atendía sin gran
inquietud lo que el alcalde le amonestaba y con atención disimulada lo que le
dijo del otro maestro. El retrato fugaz de ese hombre, Manuel Pino, lo
vislumbró ella como un posible asidero ante la soledad y la incertidumbre del
temido desprecio que pudiera mostrarle la gente del pueblo. Se guardó de
preguntar por él. Ya llegaría el momento de conocerlo. Se acercó un señor algo
mayor que el alcalde, más grueso y con bigote ancho y con menos modales que ni
siquiera se disculpó de interrumpirlos. Sin preámbulo alguno le dijo a don Juan
de Prado si lo esperaban para jugar la partida, que ya había llegado el capitán
Cañete. En el cansino se jugaba al tute subastado y otros juegos de envite con
baraja española y ése debiera ser uno de los compañeros de mesa. Le respondió
que tardaría una media hora y, con un gesto repentino, como quien acaba de
acordarse de algo, se lo presentó a Micaela Miranda con el nombre de Gonzalo
Estrada y con el distintivo de haber sido su antecesor en el puesto de regidor
municipal. El hombre saludó a la maestra, sin quitarse un puro que fumaba de la
boca, con una especie de gruñido intercalado entre unas pocas palabras que
apenas entendió ella. Se retiró.
─No
me alisté a defender España por no dejar abandonados a mis alumnos, figúrese,
pero ya ve que estoy de acuerdo con el vuelco que ha dado la nación. A la
Guardia Civil, que son tres números y un cabo nada más, les he advertido que no
deben molestarla ni vigilar su casa mientras no dé muestras de que así tenga
que ser. Aquí nos llevados todos bien, como si fuésemos de una misma familia,
aunque sujetos de malas entrañas los hay como en cualquier lugar. Pero usted,
con lo guapa y joven que es y a la misión que viene a cumplir, procuraremos que
nadie la moleste, que no vayan a ofenderla los borrachos ni nadie por el
estilo. Porque una mujer tan guapa como usted, y sola además, ya comprenderá lo
que son los pueblos, no está libre de las algaradas y tentaciones de los
mozuelos los días de juerga.
Don Juan de Prado tendría algunos más
de treinta años y era apuesto, bien peinado y vestido y perfumado, y a medida
que le hablaba la miraba con aire seductor, abrillantando los ojos negros y
tocándose la barbilla. Se quedó turbado cuando Micaela Miranda le preguntó de
golpe.
─¿Está usted casado?
─Sí, cómo no. Tengo esposa y dos
hijos. Los dos varones, de cuatro el mayor, el pequeño tiene un añito. Pero ya
comprende…
─Oiga, don Juan, y todos esos campos
al otro lado del río ¿por qué no están cultivados ni sembrados de olivos? ¿No
es buena esa tierra?
Desde el alto de camino donde divisó
Talbania por primera vez, Micaela Miranda observó las tierras parduscas y de
escasa vegetación grisácea, como resecas, que se extendían desde la margen
derecha del río por el oeste hasta el horizonte. En ese gran espacio vacío apenas
se apreciaban los cuerpos oscuros de algunas encinas separadas unas de otras.
Todo aquel campo sobrecogedor, parecido a un terreno espacial con ondulaciones
mansas que formaban los pequeños cerros sobreponiéndose en la perspectiva unos
a otros, que abrasaba la soledad incandescente de un verano acabándose pero aún
activo, contrastaba con la luz suave de la tarde verdosa que rodeaba al pueblo
blanco. Don Juan de Prado le contó la historia de un incendio provocado por
unos desalmados que se tomaron la justicia por su mano contra la propietaria de
esas tierras que entonces estaban sembradas de trigales. Y con un tono de voz
neutra que indicaba el haber olvidado o asumido el desastre, o que no le
importaba la consecuencia presente, dijo que los dos años siguientes al
incendio fueron de lluvias largas y tormentosas. Que el agua asquerosa de la
lluvia se llevó toda la tierra de labor, dejando la piedra viva a la tostanera de los veranos.
Tostanera,
pensó Micaela para sí. Debe ser un localismo. Pero suena bien. Es bonito. De
tostar o tostarse al sol.
─Aquello ocurrió hace ya varios
siglos. Desde entonces le llamamos el desierto aunque no lo es porque algo
produce. Produce hierbajos y matojos que vienen bien para el pastoreo del
ganado. No le recomiendo que lleve a sus niñas por ahí de excursión, porque no
hallará más que lagartos, alacranes y cernícalos. Y culebras y topillos. ¿Le
gusta a usted contemplar bichos raros? Me han dicho que es muy amante de la
naturaleza.
Al decir esto último, don Juan de
Prado parecía querer mostrarse cómplice e interesando por el amor a la
naturaleza.
─Ya lo comprobará si me ve de
excursión por ahí. Primero habré de conocerlo yo. Si es interesante para mis
alumnas, tengo una buena guía de animales silvestres de la provincia. Es de la
poca herencia que me dejó mi padre al morir.
Ella lo desafío con la mirada al
mencionar la muerte de su padre. Don Juan de Prado no la entendió al principio
y algo así como conmovido a propósito le pareció oportuno darle el pésame. Con
la apostura indicada para la falsa conmiseración intentó tocarle la mano por
encima de la mesa. Micaela Miranda la retiró como un resorte que salta, casi
violentamente; desvió la mirada y le pidió que la dejara irse para deshacer la
maleta. En aquel momento entró al casino un hombre mal encarado, sudoroso, que
vestía uniforme verde pálido de guarda jurado. Colgaba una escopeta a un hombro
y un cestillo de anea al otro. Con su mirada torva se detuvo a escudriñarla
descaradamente, como quien mira un escaparate, en tanto que con gesto servil
dijo buenas tardes tengan don Juan y la compaña. De seguido se dirigió al
mostrador como con sed. Era Santiago el que llegó. El alcalde no le respondió
el saludo, solo pronunció su nombre como a regañadientes y sin mirarlo, como
queriendo defenderla de aquel hombre. El alcalde volvió a su mueca
cariacontecida al despedirla y se quedó clavado, de pie junto a la puerta,
mirando su figura con avidez marcharse calle arriba.
Él
se marcho también y se dirigió al ayuntamiento, donde estaba esperándolo el
secretario que preparaba el acta de la sesión anterior y los puntos a tratar en
el próximo pleno municipal. «¿Qué le ha parecido a usted la nueva maestra?».
«¡Bah!. Es guapa, y joven, pero un plomo. Una señorita de la capital que se lo
tiene creído». «Bueno, de todos modos ella viene aquí por un par de años a dar
clase a las niñas, esperemos que no quiera también que la nombremos reina de
las fiestas. ¿Si usted dice que da la talla?».
(...)
Cuando
don Juan de Prado terminó el papeleo pendiente con su secretario, se fue de
nuevo al casino donde lo esperaban para jugar a las cartas. Era su único vicio
visible.
Había oscurecido pero
la casita tenía luz eléctrica, una bombilla en cada lado. A la entrada a la
derecha estaba el dormitorio y a la izquierda la cocina. No tenía tabiques de
separación la cocina, y la puerta del dormitorio solo estaba cubierta por una
cortina de grueso paño, con el color perdido por el polvo y el tiempo y la
quietud. El tabique no llegaba hasta el techo, donde se veían las vigas sin
pulir y el cañizo chorreado de yeso endurecido. Micaela Miranda sintió una
pulsión por llorar antes de colocar sus cosas, pero no lloró. Tragó saliva pero
no lloró. También hizo de tripas corazón para evadir la desesperanza y la
opresión de angustia que había comenzado a sentir al salir del casino. Sintió
la opresión como un abrazo infame de viento quemado, un viento rastrero que no
existía en realidad sino en torno de su piel y sus costillas. «Su nombre lo
dice todo: ¡don Juan! Y ese Santiago será su perro faldero. Y el del bigote:
vaya educación». Quiso volver a ver la escuela con la luz crepuscular, con la
luz amarillenta que despedía la bombilla colgada del techo, en el centro de la
sala cubierta con una pantalla en forma de plato de latón niquelado puesto boca
abajo. A continuación de la escuela, en la parte posterior de la casa que daba
a otro corral paralelo y el fondo al campo, había un pequeño patio rectangular
de no más de cinco metros de fondo. El recreo. El peso de la congoja fue
desapareciendo pero al mirar el patio a oscuras se apoderó de ella la
melancolía. Una melancolía empalagosa que quiso combatir con un sentimiento de
ironía falaz. Esta escuela también es al aire libre, se dijo para sus adentros,
casi moviendo los labios en una apuesta contra la desgracia. Siempre se había
tenido en alta estima Micaela Miranda desde que su padre la indujo al
maravilloso oficio de enseñar, desde que su pobre padre entusiasmado le
ponderaba el valor de enseñar a los niños a leer y a escribir, a sumar y a dividir;
tantas cosas del mundo y de los libros como el camino más digno y el que más
virtudes pudiera ofrecerles. La personalidad no se conforta solamente del saber
y del tener, sino del sentido de la generosidad y la participación que uno le
de a la vida, a su propia vida. Ella había estado cesante más de cinco años,
pero no había perdido el tiempo ni el entusiasmo ni el amor por la enseñanza. Ahora
ya era otra vez dueña de una escuela. Más que un recreo es un pequeño corral,
pensó, pero también pensó como queriendo consolarse que las niñas son menos
expansivas en sus juegos que los chiquillos. El patio tenía un arriate seco,
baldío, alrededor de toda la pared. Sembraremos geráneos. Entonces pensó en el
agua. Estaba en una tinaja en la cocina. Lo que no había era ducha.
1 comentario:
me gusta, engancha. ¿la tendremos pronto en papel?. Enhorabuena.
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