Fragmentos del capítulo 3
Acabo de casarme con un hombre del que
no sé si estoy locamente enamorada pero al que quiero porque sé que no me
pegará. Mis hermanas se han casado todas bajo el imperativo de salir de la casa
materna cuanto antes. Se han casado muy jóvenes, solo confiando en que no todos
los hombres van a ser como nuestro padre, y usando el sentido común, el
raciocinio, más que impelidas por los impulsos del corazón para escoger o
entregarse a un hombre. A casi todas les ha salido bien el matrimonio, mucho
mejor que a nuestra madre. Solo una de ellas ha tenido mala fortuna con su
hombre, porque es vago y egocéntrico, pero ni punto de comparación con el tormento
que mi padre supuso para toda mi familia. Cuando murió cirrótico y
congestionado y ciego fue un alivio para todos. Mi madre se dirigió a su cadáver
delante de sus diez hijos: «Has sido mi condena, pero lo peor es que has
marcado a mis hijas para siempre. Que te perdone Dios, porque yo no puedo y que
Él te dé lo que te mereces». No hubo lágrimas en aquel entierro, que si no fue celebrado
sí agradecido, al que apenas asistieron dos de sus muchos hermanos; algunos ya
habían muerto, pero otros es que no quisieron ni acompañarlo al cementerio. No
hubo lágrimas en la muerte y entierro de mi padre por parte de su esposa ni de
sus hijos porque nunca nos había motivado un sentimiento de ternura. Sí
teníamos un resquemor extraño, parecido a la culpa, tal vez por no ser capaces
de sentir la pérdida de un padre. Pero fue un alivio.
(…)
Sí, sé que estoy diciendo palabras muy
duras contra mi padre pero no me arrepiento. Como no puedo arrepentirme de
haberlo maldecido en vida. Será por eso que esta inquietante felicidad y esta
música en volandas de la mano de Ángel y camino del mar y de la playa, donde
nunca hemos estado ninguno de los dos, me produce no sentir culpabilidad alguna
por haber ofendido un día a mi padre. Lo ofendí de corazón y me dispuse
matarlo. No siento remordimiento por haberlo odiado en vida, porque a mí también
me tenía ya acosada con su comportamiento inicuo. Yo sufría ya demasiado viendo
a mi madre volverse loca y a mis hermanas en su desamparo. Porque hay que ser
un cobarde y un cochino para hacer lo que hizo al terminar la guerra y
marcharse a la mili. A medida que lo hemos ido sabiendo las hermanas se nos ha
llenado el alma de vergüenza, porque siendo jornaleras pobres no nos merecemos
tener un padre que fue capaz de cometer esa jangá
en su plena juventud. «Cuando una era chiquilla y no sabía lo que hacía con
madre y se te ocultaba la verdad», me cuenta mi hermana Lucía, la primera, «al
verlo llegar a la casilla con su uniforme de alguacil, yo pensaba que padre era
un señor importante en Talbania, un hombre respetable y del poder porque como
él había muy pocos, y nada más que la Guardia Civil vestía uniformes más
bonitos. Además, trabajaba en el ayuntamiento, no en el campo como la mayoría
de los hombres». Pero era un facha, un fullero y había sido doblemente cobarde.
Oportunista y traidor. Como hizo los últimos meses de la guerra con la
República, una vez perdida y para librarse de condena alguna le ofrecieron
alistarse voluntario a la División Azul estando haciendo la mili, y no perdió
ni el paso para seguir la corriente de los vencedores. Pero no para ahí el
grotesco chascarrillo. En agosto de 1941, los voluntarios de la División Azul
fueron enviados al frente ruso. Los transportaron en tren hasta una ciudad de Polonia
desde donde continuaron avanzando a pie. Llegaron a Leningrado y pasaron a
formar parte del ejército alemán. Pero él no. Antes de entrar en lucha contra
los soviéticos tuvo la sangre fría de pegarse un tiro en la mano izquierda. Se
excusó diciendo que estaba limpiando la pistola. Regresó al mes siguiente como
mutilado de guerra del ejército nacional y le dieron el puesto de soplón, o lo
que era igual en aquellos tiempos de posguerra y dictadura, de alguacil; y
después fue guarda jurado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario