Ojos tristes
corazón sangrante,
alma en pena,
frío en el semblante,
su amada ha muerto.
Nadie se lo dijo
él se lo oyó al viento,
respiró el perfume
de su último aliento.
Adiós, alegría,
volarás muy lejos
siempre al lado de ella.
¿Volverá ese día en que a su lado
de nuevo retornes?
Era estudiante de bachillerato en
el Instituto Góngora de Córdoba. Su nombre femenino y raro, de esos nombres
abruptos que hacen llorar a las adolescentes que no quisieran tenerlo (Ramona,
Leovigilda, Fertuosa) sin por ello ser desmérito ni fealdad, fue usado después
por Gabriel García Márquez en Cien años
de soledad en dos de sus personajes proverbiales. Eran los últimos años 60
cuando hallé en el periódico de la provincia (solo había uno entonces) las
poesía que se cita, «Ojos tristes». No recuerdo si tenía otro título ni dónde
pudo haber parado aquel recorte de papel que se puso pálido antes de haberlo
perdido: en mi memoria aparecen ahora todos los versos tal y como me los
aprendí entonces por las veredas del sueño. La muchacha había ganado un
concurso de poesía en su pueblo, Posadas, y una feria estuvo en el nuestro con
sus amigas. No he vuelto a saber de ella. ¿Vivirá? ¡Claro que sí! ¿Pero dónde?
¿Leerá aquí su poesía de juventud? Me gustaría saberlo: daría un puntapié de alegría
sobre el muro del tiempo para derribar no sé qué cosa y descubrir vete tú a
saber qué discordia de la fantasía.
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