A Victorio Domínguez, pariente de Pruden,
por su lucha contra la desertización
El motivo por el que Talbania tiene un desierto verde de aquel lado del río en adelante, hasta allá donde la vista alcanza, ocurrió por un desaguisado provocado por la Viuda de Carlos III contra el Ayuntamiento de entonces. El problema sin solución conveniente desató un motín en sus cortijos y con el motín y la revuelta se incendió el monte. Antes de aquellas fechas todos esos terrenos eran de monte bajo y dehesa, y parte de ellos también campos cultivados para cereales y leguminosas y otras plantas: trigo y cebada, habas y garbanzos, maizal y algodonales. Predominaban los yerbazales de alpisteras, cardillos y lechetrezna, cosa que arde con ansia cuando está seca.
La verdadera Viuda de Carlos III no se llamó Blimunda del Santo Amor, sino Gerónima de Villalba, esposa que fue de don Diego de Trillo y Figueroa y vivió en Montilla, pero había nacido aquí. Era dueña en realidad de una buena parte de las riquezas de este pueblo, en concreto de la finca Las Rosas donde tenía, además, un buen molino de aceite, y de casi toda esa extensión semidesértica que ahora se conoce como los Cerros Pelaos o el Monte de La Viuda.
Su ascendencia nobiliaria le venía, por lo menos, de los tiempos ya sin fondo de Pedro I, pero de modo indirecto por las relaciones extramaritales del rey, a lo que tan dado fue y por lo que dejó descendientes ilegítimos allá donde apacentara su caballo. El árbol genealógico de Gerónima de Villalba se nutre del rey Pedro y de una dama de su corte cuando anduvo en Sevilla. Así como a Pedro I se le conoce como El Cruel, también sus seguidores lo calificaron de El Justiciero, y en honor a esta virtud donó a su amante sevillana y a los dos hijos naturales que de ella tenía el Marquesado de Priego, para que les proporcionaran suculentas gabelas y lo dejaran a él seguir en sus guerras de campo y camas. De aquel magnífico Marquesado de Priego era cuña la población de Talbania por el tiempo en que la famosa Viuda de Carlos III hacía valer su prominencia entre las gentes.
En un farragoso informe que el cronista de la villa publicó en la Revista de Feria (corría el año en que un niño tocaba la trompeta subido sobre una media luna y dos niñas jugaban a sus cositas muy por encima del pueblo y su Calvario), se relata la querella habida entre Gerónima de Villalba contra el Ayuntamiento de la Villa en el año perdido de 1749. Perdido porque fue de sequías grandes y los atributos milagrosos de Nuestro Padre Jesús del Calvario no surtieron efecto, esa vez, a sus rogativas. El informe sobre la querella declarada a favor de La Viuda se avala en la revista con fotocopias de dos documentos de rimbombante prosa ininteligible y grafías de puño altivo.
Ya parcelado el antiguo latifundio medieval en varias villas y castillos de la comarca, Gerónima cobraba las rentas de sus tierras en este municipio, donde «su padre le había dejado varias fincas de olivar y cereales de considerable extensión», pero no revertía nada a las arcas municipales. Y eso que se le demandaba mediante notario y corregidor año tras año. Justificaba su morosidad al amparo de la ley, escrita por jueces de entonces o inventada por ella misma, que objetaba pagar solo donde se vive, y no allá de donde se logra el vivir. Para que luego digan que los antiguos se chupaban el dedo.
Dice textualmente Manuel Pérez de la Lastra y Villaseñor, Cronista Oficial de la Villa: «Por el cabildo le fue reclamada la cantidad correspondiente del reparto de la contribución, tanto de millones como de paja y utensilios por las propiedades que tenía en el término municipal de la villa, pero al parecer no hizo el menor caso al requerimiento, dando la callada por respuesta». (Creemos conveniente aclarar que el nombre del cronista es actual, no de la época en que se produjo la discordia).
Tras varios intentos igualmente fallidos para regularizar su descubierto por la vía legal y no haber satisfacción por el lado cordial de Gerónima de Villalba, vueltas las cosas patas arriba la autoridad local envió alguaciles y mozos para que se cobraran directamente lo que La Viuda dejaba de aportar. Por las bravas sustrajeron del molino de Las Rosas «veintiuna arrobas de aceite, cuyo valor era el equivalente a los doscientos diez reales de vellón que importaba la deuda». Todos los cuales pertrechos guardaron en la Tercia hasta la hora de su distribución equitativa entre las necesidades de la población. Aquel alcalde sí debió ser un auténtico justiciero, y lamentamos no poder dar su nombre en esta esquina de la historia, pero La Viuda de marras no se amilanó por el atraco.
Ya parcelado el antiguo latifundio medieval en varias villas y castillos de la comarca, Gerónima cobraba las rentas de sus tierras en este municipio, donde «su padre le había dejado varias fincas de olivar y cereales de considerable extensión», pero no revertía nada a las arcas municipales. Y eso que se le demandaba mediante notario y corregidor año tras año. Justificaba su morosidad al amparo de la ley, escrita por jueces de entonces o inventada por ella misma, que objetaba pagar solo donde se vive, y no allá de donde se logra el vivir. Para que luego digan que los antiguos se chupaban el dedo.
Dice textualmente Manuel Pérez de la Lastra y Villaseñor, Cronista Oficial de la Villa: «Por el cabildo le fue reclamada la cantidad correspondiente del reparto de la contribución, tanto de millones como de paja y utensilios por las propiedades que tenía en el término municipal de la villa, pero al parecer no hizo el menor caso al requerimiento, dando la callada por respuesta». (Creemos conveniente aclarar que el nombre del cronista es actual, no de la época en que se produjo la discordia).
Tras varios intentos igualmente fallidos para regularizar su descubierto por la vía legal y no haber satisfacción por el lado cordial de Gerónima de Villalba, vueltas las cosas patas arriba la autoridad local envió alguaciles y mozos para que se cobraran directamente lo que La Viuda dejaba de aportar. Por las bravas sustrajeron del molino de Las Rosas «veintiuna arrobas de aceite, cuyo valor era el equivalente a los doscientos diez reales de vellón que importaba la deuda». Todos los cuales pertrechos guardaron en la Tercia hasta la hora de su distribución equitativa entre las necesidades de la población. Aquel alcalde sí debió ser un auténtico justiciero, y lamentamos no poder dar su nombre en esta esquina de la historia, pero La Viuda de marras no se amilanó por el atraco.
Amiga como debió ser de notarios viles y de ásperos corregidores, en el plazo de tres días se le impuso al Ayuntamiento, en contra de lo previsto y rogado judicialmente, la devolución de las arrobas de aceite mangadas en Las Rosas. Dicen que el Ayuntamiento tuvo que devolver íntegramente lo que por su cuenta se tomó y no hubo más que hablar en juzgados ni tribunal alguno. Al mes siguiente, tras el incendio, el alcalde fue destituido de su cargo. De ahí que diga el refrán que nunca se hizo la ley para el más débil ni aunque con más razón que un santo se la tome por su mano. Vale.
Pero ahí no se quedó la cosa. El año, como hemos registrado, fue muy seco y en aquellos tiempos las sequías venían acompañadas de hambrunas. La gente se sintió, además, ultrajada por la autoridad beligerante de La Viuda y se lanzó a saquear sus propiedades una noche, conque, habiéndose hartado de comer mas sin saciar la ira, una vez exaltados los jornaleros comenzaron a prender fuego en los trigales que no se habían podido segar por la endeblez. El viento solano acudió en ayuda de los incendiarios y allí fue la de Dios en Cristo, pues las llamas se propagaron por las dehesas sedientas y se arrastraron por el monte bajo, por donde las retamas y las jaras pringosas ululaban sobre las ramas de las encinas y los desprevenidos majoletos. Todo quedó hecho cisco en cinco horas.
Se ha dicho siempre que el espíritu salvaje suele ser, empero, supersticioso, y no es menos dable que los violentos sean a la par devotos. De modo que tras mandar al carajo toda la margen izquierda del río hasta las hondas tierras del sur y en dirección a Écija, volvieron a sacar en procesión a Nuestro Padre Jesús del Calvario en procura de que las lluvias remediaran aquello. Y esa vez el santo les hizo caso, pero tan impíamente que mandó llover durante veintidós días seguidos con sus noches. Algo bíblico nunca visto. Y las aguas abundantes de la lluvia comenzaron a barrer el suelo ardido de los cerros, y los cerros se quedaron sin tierras de labor ni matorral alguno. Piedra viva a la cara de los soles cuando dejó de llover y no cayó otra gota aquel invierno.
Durante los cuatro años sucesivos, según las estadísticas, tampoco llovió repartidamente en estas tierras, por lo que con la sequedad y desprotección del suelo y el pastoreo incesante, ya nunca más volvieron a ser lo mismo las encinas ni los alcornoques ni los algarrobos. Solo las yerbecillas y matojos que verdean algunas primaveras, nos consuelan la vista ante el paisaje bárbaro.
Durante los cuatro años sucesivos, según las estadísticas, tampoco llovió repartidamente en estas tierras, por lo que con la sequedad y desprotección del suelo y el pastoreo incesante, ya nunca más volvieron a ser lo mismo las encinas ni los alcornoques ni los algarrobos. Solo las yerbecillas y matojos que verdean algunas primaveras, nos consuelan la vista ante el paisaje bárbaro.
2 comentarios:
Hola a tod@s
Agradezco la mención en este gracioso relato, aunque considero que no merezco tal atención...
Es cierto que soy amigo de las causas perdidas, y la vil desertización es una de ellas.
Pero volviendo a esta historia que nos regaláis, pues al acabar de leerla me quedao con la duda: ¿Quién incendió, ó mandó incendiar los campos?
Que paséis buen día.
Salú.
¡Todos a una!
Publicar un comentario