Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

miércoles, 2 de enero de 2008

La hija del Prócer


Un día de noviembre pasado dimos cuenta facunda del Prócer y sus restos. Pensábamos que todo se cifraba en esa urna guardada celosamente en la vieja casa que perteneció a sus padres, pero hemos sabido que, además de sus huesos y cenizas, dejó otros restos de sí por el mundo, de los cuales todavía anda entre nosotros un valeroso vestigio. Se trata de un tataranieto de Antonio Márquez y Gálvez que prefiere no dar su identidad, pero sí que se sepa la historia de su origen.

La bisabuela de nuestro confidente, Dolores Márquez, era hija natural del general que murió en Vitoria en 1888. Con su verdadera esposa, doña Micaela de Zuaxua y Díaz de Mendivil no tuvo hijo alguno en el que trascender, como quedó dicho y se entiende en la crónica que le dedicamos, pero a espaldas de su costilla le había dado su apellido a la hija que nació de una novia de la Guerra de África, en Ain Maabad, una pequeña ciudad al sur de Ceuta. Él continuó su carrera marcial ascendente hasta llegar a ser gobernador militar de aquella región o provincia del norte de España, pero a la hija bastarda se la trajo a vivir a Talbania al cuidado de sus abuelos. La madre no, porque la madre era mora y bastó con pagarle al padre una cantidad suficiente de reales como para que se comprara un par de camellas de leche. Todo normal para los tiempos en que reinaba tormentosa y sexualmente Isabel II.

La niña creció sabiendo, o creyendo, que su padre había muerto en la guerra y basta, y a su madre que igual se la llevó un cólico miserere al poco tiempo. Los abuelos supieron cuidar la buena reputación que se requería de un hijo que luchaba por la nación en la más alta escala de la milicia. Las condecoraciones que recibía por su valor y talento castrense no debían deslucirse con estos asuntos de faldas ocasionales, ni mucho menos con la existencia y la presencia de una criatura que, aunque inocente y rolliza como se criaba en el pueblo, había venido al mundo sin el sacramento divino del matrimonio. La bondad con que le dio apellido y asignación mensual para criarla bien, no le obligaba al reconocimiento público siendo un militar de elite. Por lo tanto, Antonio Márquez y Gálvez murió en la lejanía sin haber tenido, a lo largo de toda su vida, más que veladas y escasas noticias de cómo era su hija Dolores, pero su esposa tampoco llegó a saberlo hasta que, tras enviudar, descubrió que en el testamento su esposo volvía a reconocerla asignándole una dote considerable.

Micaela se tragó el dolor, el amargor, el pundonor en que siempre había creído merecer de tan importante esposo, y en represalia o venganza o por despecho, se desentendió vivamente de hacer cumplir el deseo de trasladar el cadáver a su lugar de nacimiento. Lo demás del caso ya se contó en El prócer insepulto.

Pero esta es otra historia; es la historia breve y rocambolesca, sentimental y heroica, melancólicamente amable de doña Lola, nieta del prócer que fue la primera maestra amiga para niñas que tuvo Talbania a finales del siglo XIX.


Pese a que el padre no quiso volver a ver a su hija natural no descuido, por el contrario, su crianza y educación. Acordó que apenas tuviera edad de escolarizarse la ingresaran en las teresianas de Córdoba, de donde salió con los suficientes conocimientos de bordado, historia sagrada, gramática, aritmética y geometría como para abrir escuela particular en su propia casa y poder ganarse la vida por sí misma. O cuanto menos, a medias. Y eso, ser maestra de escuela, en aquellos tiempos desvertebrados de gobierno en los que, se sabe, en España había más de 6.000 pueblos sin escuela, no es que diera para agenciarse con un rico ajuar, pero sí para ennoblecerse socialmente y ser deseada por alguien de mejor facha que la de un jornalero eventual.

Por eso la llamaban doña Lola. Se casó con un veterinario ambulante, que no tenía plaza fija en el pueblo, y que murió de tifus antes que doña Lola diera a luz a su único hijo. Ella, como se había educado en el recato de la moral católica, se guardó de buscar padrastro para su niño y siguió lampeando con su escuelita.

Así nos lo ha contado su bisnieto, del que trascribimos, quien ya es un señor jubilado residente en Madrid (es lo único que nos concede que digamos suyo) y se puso en contacto con nosotros tras leer lo que publicamos anteriormente sobre Antonio Márquez y Gálvez. Nuestro anónimo relator ha sabido siempre su ascendencia porque tanto el hijo de doña Lola como su padre lo han venido recordando. Sin prejuicios de que la tatarabuela tuviera sangre mora y fe mahometana, sino por sentirse orgullosos de la resolución tan altiva y noble y desprendida que tuvo la infeliz maestra de escuela cuando supo lo que le dijeron de la muerte y dote de su padre, que es el meollo de nuestra leve crónica.

Dolores Márquez no recibió la herencia que le asignó su padre con alegría, sino todo lo contrario. Se sintió ofendida por haber vivido engañada toda su existencia, por haber sido engendrada de manera infiel y abandonada de sus padres y, por alguna resolución incomprensible pero rayana con la dignidad, renunció del legado para sí y lo cedió todo al colegio de monjas donde había estudiado. Para encubrir su agravio sentimental, internó a su hijo en otro colegio similar de la capital y ella desapareció del pueblo para siempre.


La ilustración primera, Niña, es obra de Sebastião Salgado

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Blogger Ana Estepa dijo...

Bueno señores, después de un periodo sin poder acercarme al ordenador (mis padres en casa, la niñas sin cole..., parece que hoy tengo un rato para mí. Y aunque hasta después de reyes no podré leer todo lo que habéis escrito sí que quiero desearos cosas buenas para el 2008 y felicitaros el año de la mejor forma que sé.

Va por ustedes:


Tres caballeros

Tres caballeros, tres, los de Talbania,
desvelan los secretos
de su pequeño mundo
con pulpa de melón entre los labios.

Tres caballeros, tres, sin armadura,
a punta de verdad y poesía
disparan con sus lenguas decidoras
sueños recién pintados.

Y yo, que preciso soñar para la vida,
sigo con timidez la diminuta estrella.

Allí donde Talbania se despierta
para inventarse al mundo.


...a vuela pluma

Anónimo dijo...

Cómo me satisface saber que la labor investigadora del autor de este post da los buenos frutos de la veracidad y el contenido estilo que requiere cualquier crónica. Me alegra también saber que la historia del hijo, encerrado, en aquel colegio, puede ser, en el futuro, crónica de una ancianidad reciente, la de mi padre, que aunque no podrá leerlo nunca, sí sus herederos con el orgullo del que hemos hecho gala siempre en torno a nuestra familia. Las flacas heroicidades de mi padre esta, pues, aún por contar. Salud.
Antonio Sillero Jiménez.
(desde Madrid, o sea, el exilio)

Anónimo dijo...

Nueve días han pasado sin que las crónicas de Talbania se sigan escribiendo. Y los lectores, que a veces nos convertimos en tiranos, estamos ansiosamente esperando una nueva entrada para esta bitácora, escrita con la sentimientalidad y el amor con que se escriben todas las historias.