Hace ya 18 años, 8 meses y un tres días que murió mi padre y esta noche he soñado con él. Nunca me había ocurrido; es la primera vez que sueño con mi padre en todo este tiempo. Él venía cruzando un puente, en alguna ciudad populosa de esas a las que lo acompañé casi desde niño cuando iba a dar conciertos. Vestía pobremente de gris, su blusón veraniego de manga larga; no traía sombrero como en él había sido habitual y eso le daba un aire, si cabe, aún más desangelado que el que arrastró en los últimos años de su vida, cuando ya la orquesta sinfónica a la que pertenecía prescindió de su violonchelo. Esa melancolía pudorosa que trataba de inculcarme con su música.
Era un hombre sencillo y con talento, un gran trabajador que, pese a todo, no pudo superarse a sí mismo, y por eso, ya cuarentón, decidió casarse con una compañera a la que no quería en demasía --quien murió a los pocos años de casados-- por la única voluntad de tener un hijo. A partir de que yo adquiriera el mínimo sentido común para entender la música, puso más empeño en mi favor que en su propio beneficio para la ejecución. Por eso no fue un genio. Murió sin gloria, pero con mucha pena por el destino incierto de mi futuro. Su visible cansancio era hermano a la indiferencia con la que andaba entre la gente, como si en verdad fuese un ánima en pena; igual de poco interés mostró por mí y por las palabras que quise dirigirle. Vergonzosamente intentaba justificar ante él mi desnudez y la mezquindad de mi trabajo: yo solo vestía una especie de bañador sin color determinado y mi oficio consistía en recoger piedras. (En realidad no soy músico como él quería, sino profesor de conservatorio). Mi edad, en el sueño, era la misma que tuve cuando él murió. Mi barba era negra y el pelo largo y desgreñado, como a él le gustaba, pero yo, a partir de su muerte, me afeito diariamente y me pelo con la regularidad que exige una presencia anónima. Le dije que no se preocupara, que este trabajo que hacía de recoger piedras era importante; pero en el fondo no sabía para qué. Le dije que dos amigos míos que él conocía porque eran jóvenes componentes de su orquesta hacían el mismo trabajo al otro lado del puente por donde él cruzaba con desgana. Mis compañeros estaban allí, era cierto, algo lejos porque el puente era muy largo, pero andaban vestidos y no desnudos como yo.
Mi padre murmuraba algo entre dientes. Algo que no entendí.
Seguía andando con los brazos caídos, con la cabeza gacha, casi arrastrando los pies de viejo innoble. En vida fue vigoroso y altivo, casi arrogante, su andar muy animoso y compacto, como si fuese siempre midiendo las notas de cualquier sonata de Beethoven. Sólo en sus últimos años lo doblada inmisericorde el dolor de la angina de pecho que sufrió. Aún más derrotado que entonces apareció anoche en mi sueño. No prestó más atención a mis palabras: parecía aprobar las justificaciones mías pero no mostró atención por mi presencia ni por mi situación absurda. Ni siquiera nos abrazamos.
Siguió adelante, por el puente...
Era un hombre sencillo y con talento, un gran trabajador que, pese a todo, no pudo superarse a sí mismo, y por eso, ya cuarentón, decidió casarse con una compañera a la que no quería en demasía --quien murió a los pocos años de casados-- por la única voluntad de tener un hijo. A partir de que yo adquiriera el mínimo sentido común para entender la música, puso más empeño en mi favor que en su propio beneficio para la ejecución. Por eso no fue un genio. Murió sin gloria, pero con mucha pena por el destino incierto de mi futuro. Su visible cansancio era hermano a la indiferencia con la que andaba entre la gente, como si en verdad fuese un ánima en pena; igual de poco interés mostró por mí y por las palabras que quise dirigirle. Vergonzosamente intentaba justificar ante él mi desnudez y la mezquindad de mi trabajo: yo solo vestía una especie de bañador sin color determinado y mi oficio consistía en recoger piedras. (En realidad no soy músico como él quería, sino profesor de conservatorio). Mi edad, en el sueño, era la misma que tuve cuando él murió. Mi barba era negra y el pelo largo y desgreñado, como a él le gustaba, pero yo, a partir de su muerte, me afeito diariamente y me pelo con la regularidad que exige una presencia anónima. Le dije que no se preocupara, que este trabajo que hacía de recoger piedras era importante; pero en el fondo no sabía para qué. Le dije que dos amigos míos que él conocía porque eran jóvenes componentes de su orquesta hacían el mismo trabajo al otro lado del puente por donde él cruzaba con desgana. Mis compañeros estaban allí, era cierto, algo lejos porque el puente era muy largo, pero andaban vestidos y no desnudos como yo.
Mi padre murmuraba algo entre dientes. Algo que no entendí.
Seguía andando con los brazos caídos, con la cabeza gacha, casi arrastrando los pies de viejo innoble. En vida fue vigoroso y altivo, casi arrogante, su andar muy animoso y compacto, como si fuese siempre midiendo las notas de cualquier sonata de Beethoven. Sólo en sus últimos años lo doblada inmisericorde el dolor de la angina de pecho que sufrió. Aún más derrotado que entonces apareció anoche en mi sueño. No prestó más atención a mis palabras: parecía aprobar las justificaciones mías pero no mostró atención por mi presencia ni por mi situación absurda. Ni siquiera nos abrazamos.
Siguió adelante, por el puente...
2 comentarios:
that's really cute..wish i had one too.
Precioso lugar el que he encontrado. Vengo del blog de la mirada de ese mendigo gallego y crítico. Felicidades.
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