Con la nota que trascribo, he recibido el texto que hoy hago público:
Señor Prudencio Salces:
Soy oriunda de Montalbán donde suelo ir un par de veces cada año. A la vuelta de una de esas veces escribí la crónica que le adjunto porque me gustaría que usted la publique en su Derivadario de Talbania, del que soy lectora. Aunque parece un poco larga, ¿no? Solamente le ruego que no ponga mi nombre porque no tengo vocación de ser escritora ni que mi familia ahí sepa que quien lo ha escrito soy yo. (Etcéteras).
La casa de mi abuela
Desde que se quedó viuda, todo en la casa de la abuela es viejo. La abuela misma es ya viejita. Tiene cerca de noventa años y está bien de la cabeza, es decir que conoce a todos sus nietos y bisnietos, incluso en las fotos de cuando eran chiquitines, esos pequeños monstruos asustados con la cabeza pelona y grande, casi ahogados por la ropita y ante decorados por lo general ridículos. Pero la abuela, pese a la dificultad de su vista, reconoce a todos sus descendientes, a veces con cierta duda y siempre con poca alegría.
Pues todo en la casa de la abuela es viejo, y la alegría sorpresiva no parece que forme ya parte de su mundo. Tampoco me la proporciona a mí cuando la visito. Cuando visito a mi abuela me sobrecoge más su vieja casa que su propia vejez. Su ancianidad no es nada extraño para mí, pues siendo ella viuda de setenta años cuando yo vine a mundo, siempre la he visto como la viejecita que es, enferma siempre y siempre como a punto de morirse en cualquier resfriado, en alguna de sus caídas, o a consecuencia de esos grandes disgustos que padece por los problemas o penas de sus descendientes. Pero la decadencia de la casa y el anacronismo de sus muebles sí los he visto prosperar en su miseria. Todo ese ambiente de ruina, desde el olor a humedad hasta los ruidos molestos y las rayas que dificultan las imágenes de la televisión, es lo que lamentablemente te hace percibir que mi abuela vive rodeada de vejez.
La casa simplemente cuidada, limpiada a diario, con un determinado descuido provisional por la persona que temporalmente la acompañe, y enjalbegada por dentro y por fuera una vez al año, pese a todo, nunca muestra la certeza de estar habitada. La techumbre se le restauró no hace mucho para protegerla de los inviernos tanto como por el imperativo de la decencia. El ancho patio sigue acogiendo al sol, y las macetas de geranios, palmeritas y claveles lo mantienen abierto y, en ocasiones, colorido. Pero el olor a humedad, ya enunciado, parece que proviene de una quietud intransitable y oscura a través de los muros repujados, y esa sensación de romántica pereza, de decadencia y desolación, es lo primero que se detecta cuando uno va a la cada de la abuela.
El enlosado, por ejemplo, bastante roto ya y desigual en las junturas, que data de cuando la casa se edificó allá por los tiempos desaliñados de la posguerra, evoca un exotismo surgido de la pintura colonial americana: sus motivos son círculos de cuatro óvalos que encierran una especie de roseta que se abre en cuatro motivos vegetales; los colores de esta locería son tan variados y gastados que no resulta fácil decantar; sobresalen el negro o morado y el blanco, pero también está una especie de verde y otra que bien pudiera haber sido amarillo o naranja, pero de tan pisoteado y fregado no aventuro a definir el verdadero color.
Y también está lo que mi abuela llama la jilá. La jilá es una hilera de baldosas distintas, cuyo material rugoso es asimismo más resistente y de colores lisos que forma una especie de caminito o senda desde la puerta de la calle hasta la del patio, y que atraviesa el patio y llega hasta el corral. Ese último tramo, ya no enlosado, sino de chicos puestos primorosamente, compactados entre sí como el boceto tosco de un mosaico. Un sendero de una punta a otra de la casa cuyo cometido no era otro que el muy provechoso de evitar la rotura o el deterioro inmediato de las baldosas por los cascos y las herraduras de los animales de labranza.
Pero la jilá está ya tan deteriorada como la misma tubería del agua. La tubería de plomo que distribuye el agua desde la calle al patio, y desde el patio a la cocina y al cuarto de baño, se pica y produce rodales húmedos (manchurrones los llama mi abuela) como pequeños manantiales por los lugares más inesperados de las paredes. Cada vez que vengo de visita me hallo con una rotura de la tubería del agua distinta a la que hubiera la ocasión anterior y fuese arreglada. Esta otra rotura, como las anteriores, van dejando manchas parduscas en la pared en cuyas huellas se certifica el abandono y la vejez. Asimismo, siempre hay algún grifo que no cierra bien sin dejar de gotear, ya sea cualquiera de los tres únicos puntos de salida que hay en la casa: uno en el patio, otro en la cocina y los del baño. Ese goteo anárquico e incontrolado, debido no solo a la antigüedad de los materiales sino también al descuido y la dejadez, así como a la propia incapacidad física y económica de la abuela, produce con su sola visión la sensación más patética ante la utilidad y el buen uso del agua. La consecuencia emocional es de tristeza, qué duda cabe, porque todo en la casa de la abuela es viejo.
Sin embargo, qué obsesión por vivir tiene mi abuela. Arrastrando los pies, colgada a su andador de ruedas, encorvada como un dibujo, como un dibujo garabateado con descuido, va de la sala al patio y del patio al corral. Este corral que ella, silenciosamente, recuerda lleno de gallinas, de cerdos, de cabras, de palomos... Pero ahora, lo suyo verdadero son únicamente las telenovelas, y sus tantas horas dedicadas al ganchillo, con el que hace colchas para todas sus nietas, pañitos para la cabecera de los sillones y otros primores de singular artesanía. Y las flores de su patio. Su amor por las macetas la lleva a conservar en mantillo seco, de un año para otro, los bulbos de jacintos y nardos y azucenas que después resplandecen al verano. Mas su pasión primera siempre son los claveles, de los que tienen muchos y suele renovar en cada temporada. Como si nunca me lo hubiera dicho, me repite la misma letanía cada vez que la acompaño a contemplar sus flores: «El primer año posturas, el segundo claves, y el tercero jarambeles.» Cosas de la sabiduría antigua, pienso yo.
Cuando va por el patio teme caerse de nuevo, y se sujeta en mi brazo. Recuerda y me cuenta los dolores de las otras caídas en que una vez se rompió un brazo y la siguiente una cadera. Las dos ocasiones las sufrió con pena y en la segunda, cuando la cadera, estuvo muy malita, casi al lado mismo de la muerte. Pero se sobrepuso, salió del hospital con la misma buena disposición que las otras veces cuando estuvo ingresada por la angina de pecho, por la operación de la vesícula, y por la operación en el conducto biliar. ¡Tantos ingresos hospitalarios ha padecido mi abuela! Ahora, para poder moverse, porque su movimiento no es propiamente lo que se llama andar, ha de ayudarse con un simple pero oportuno artilugio ortopédico. Pero ella no para. Todos los días, cuando el sol ya está bien alto si es de invierno o en las horas más frescas durante el verano, mi abuela abandona su sillón, donde en silencio ha estado haciendo ganchillo, y se va a ver y cuidar sus flores. Y a sembrar nuevos bulbos de azucenas para la primavera siguiente.
1 comentario:
Hola Prudencio
¿Dice su autor que le parece un poco larga?
Pero si cuando estaba llegando al final empecé, incluso, a leer más despacio para retrasarlo un poco y no terminar con el disfrute.
Preciosa la crónica.
Un saludo
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