Cuando pasaba un tiempo, volvía a releer lo escrito y como no le gustara destruía el cuaderno. Todos los cuadernos se han ido destruyendo; es decir, todos los cuadernos de los primeros años y muchos otros textos posteriores que también le desagradaban. De manera que la memoria se ha ido quedando sin puntos de apoyo, sin puntos de sujeción básica, sin puntos de referencia real. Comenzó a escribir sus primeros cuadernos escolares incluso en el campo de fútbol, mientras los demás chiquillos echaban un marro, y en un banco de la plaza esperando que los amigos saliesen de misa, y en su casa a cualquier hora del día y en cualquier rincón, ya que no disponía de un lugar apropiado, recóndito, apartado, con su mesa y su luz. Tal vez queden algunos rastros por ahí, escondidos o perdidos, olvidados. Algún cuaderno primerizo que escapase a la quema.
Ya con cierta madurez y bajo el influjo político seguía escribiendo, o tomando notas de los sucesos y experiencias, en infantiles cuadernos cuadriculados, pero sin orden crítico ni sentido estético. Esos fueron los primeros en arder, o los segundos, porque antes de ir a Turín en busca de editorial ya había dado al fuego algunas cosas que consideró innecesarias, estúpidas, traicioneras, que pertenecieron al tiempo anterior a la mili. Pero después de casado continuó la purga, el exterminio de otros cuadernos no menos sospechosos que inconcretos, absurdos, rayanos con el patetismo de un impostor.
Nunca estuvo de acuerdo con su pasado, con lo que había hecho él en su tiempo pasado, ese es el drama, porque lo que hacía es lo que anotaba en los cuadernos estrafalarios. O parte del drama que ahora se tizna de olvido futuro. De vacío. Porque la idea, o la manía, de seguir quemando cuadernos garabateados, como si se quemase a sí mismo en una ceremonia de suicidio fingido, o lo que fue, de desechar apuntes contraproducentes e inútiles para su criterio, lo acompaña más que el sentimiento de aceptación, que al menos es compartible. Ni siquiera el sentimiento de felicidad que en determinados momentos vive lo reconforta en su pusilánime existencia, sino que ni la capacidad de aceptarse a sí mismo lo sostiene. Y ése quizá sea el único triunfo que le está permitido después de todos los fracasos: el de aceptarse tal cual. Un ser anónimo. Sin obra, sin pasado, sin futuro. En un presente envuelto por los miedos, el hastío, la incoherencia. Sin rebeldía alguna ante las propias crisis.
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