(1912)
Cuando entramos en el puerto de Nueva York, estuve presenciando desde la tordilla el desembarco de los centenares de emigrantes que habían hecho el viaje ocultos en la enorme panza del Imperator. Era un rebaño de gente miserable, judíos y polacos en su mayoría, que se apretujaban en las pasarelas guardadas por la policía como el ganado se apelotona en la mangada. Aquellos desdichados se habrían paso lentamente, cargados con sus míseros petates y arrastrando a sus mujeres y sus hijuelos hasta legar al lugar donde los agentes de admisión los examinaban rápidamente, como los veterinarios examinan a las reses que van al matadero, y sin contemplaciones aceptaban a unos y rechazaban a otros. Los policemen, altos y fuertes, separaban violentamente a los padres de los hijos y a las mujeres de sus maridos, insensibles a los gritos y protestas de aquellos infelices, cuyas quejas eran en aquella batahola tan débiles como el valido de las ovejas azuzadas por los mastines.
No sé por qué me desconcertó profundamente aquel espectáculo. Miré con rabia los gigantescos rascacielos que proyectaban sus sombras monstruosas sobre el puerto y entré en Nueva York con una extraña sensación de miedo. Yo no había visto nunca tratar así a la gente. Me horrorizaba pensar que pudiera verme humillado de aquel modo. Y desembarqué apretando en el bolsillo nerviosamente una pistola que me había comprado en París.
(…)
Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: «¡Adiós, Rafaé…!», y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquella y vivir en una ciudad así.
Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?
Cuando entramos en el puerto de Nueva York, estuve presenciando desde la tordilla el desembarco de los centenares de emigrantes que habían hecho el viaje ocultos en la enorme panza del Imperator. Era un rebaño de gente miserable, judíos y polacos en su mayoría, que se apretujaban en las pasarelas guardadas por la policía como el ganado se apelotona en la mangada. Aquellos desdichados se habrían paso lentamente, cargados con sus míseros petates y arrastrando a sus mujeres y sus hijuelos hasta legar al lugar donde los agentes de admisión los examinaban rápidamente, como los veterinarios examinan a las reses que van al matadero, y sin contemplaciones aceptaban a unos y rechazaban a otros. Los policemen, altos y fuertes, separaban violentamente a los padres de los hijos y a las mujeres de sus maridos, insensibles a los gritos y protestas de aquellos infelices, cuyas quejas eran en aquella batahola tan débiles como el valido de las ovejas azuzadas por los mastines.
No sé por qué me desconcertó profundamente aquel espectáculo. Miré con rabia los gigantescos rascacielos que proyectaban sus sombras monstruosas sobre el puerto y entré en Nueva York con una extraña sensación de miedo. Yo no había visto nunca tratar así a la gente. Me horrorizaba pensar que pudiera verme humillado de aquel modo. Y desembarqué apretando en el bolsillo nerviosamente una pistola que me había comprado en París.
(…)
Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: «¡Adiós, Rafaé…!», y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquella y vivir en una ciudad así.
Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?
El texto anterior pertenece a este libro:
Se trata de una biografía novelada del torero Juan Belmonte (Sevilla 1892 – Utrera 1962) cuyo autor fue el extraordinario periodista Manuel Chaves Nogales (Sevilla 1897 - Londres 1944).
No se trata de un libro meramente taurino, ni siquiera es tan solo un libro curioso publicado por primera vez en 1935. Se recomienda aquí por la belleza de su estilo narrativo y por el estremecimiento que producen la vida y las hazañas de un hombre nacido en la miseria sevillana de finales del XIX que adquirió una cultura extraña para su época y su estrato social. Un anarquista de la vida con vocación de tragedia.
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