Velintonia 3, Casa de Vicente Aleixandre
Cuando pueda ponerme a escribir lo haré hacia atrás, comenzando con el día que me trasladaron desde la enfermería de Alicante al hospital para tuberculosos de Porta Coeli en Valencia. Eso fue tan solo hace unos días, no sé cuántos con exactitud, tendría que preguntárselo a Josefina, pero no importa. Lo que oía decir a través de la fiebre y de la tos, a través de mi semiinconsciente voluntad, era que ya mi cuerpo no llegaría vivo. Se lo oía decir vagamente al personal sanitario, no sé bien si eran médicos de verdad o personas perversas que apenas me atendían las llagas ni la fiebre ni la herida del costado por donde me pusieron la cánula para evacuar el pus que mis pulmones manaban sin cesar. Qué de modo más insalubre se han portado conmigo esos vigilantes de la ley que me tenían olvidado en la yacija. Consentí el casamiento canónico el día 4 de marzo y hasta el 21 que se autoriza mi traslado. Desde el capellán más bajo hasta la autoridad militar más alta, el poderoso Máximo Cuervo, cuyo nombre da muestra de ser una alimaña sin corazón, nadie se preocupó de mí, ni siquiera en los días siguientes, todos como borrachos posesos de su poder seguían con su mala saña dejándome morir sin inquietarse por efectuar mi traslado.
Me subieron en aquel vehículo y Josefina se puso a mi lado, sin dejar de llorar. Nunca he podido entender cómo esta mujer es capaz de producir tantas lágrimas y, sin embargo, nunca berree ni dé gritos de llanto. Solamente lágrimas y el calor de sus manos, porque besarme pienso que no se atrevería a besarme siendo ya más un cadáver lívido que su marido. Pero también me besaba la carátula que formaban mis quijadas, de tan delgado como he llegado a estar y sin cerrar los ojos. Yo no podía cerrar los ojos y la miraba fijamente a ella, sin poder hablarle nada. Lloraba con los ojos y con el pecho, con una mano me abanicaba y con la otra me limpiaba continuamente el pus que no dejaba de gargarear por la cánula que días atrás me habían puesto para que evacuaran los pulmones. Entonces, pese al malestar del viaje, yo me sentí seguro, y luchando por esparcir de mi inconsciencia las palabras de los enfermeros y capellanes que anunciaban el imposible, reconocí que aún no estaba muerto porque sentía el frescor del campo entrar por las ventanillas y porque escuché que el chofer le dijo a Josefina: «Aquí tengo más paños por si los necesita para seguir limpiando».
Ahí comprendí que ya no me moría, que no estaba dispuesto a desaprovechar esta ocasión que me llegó, aunque tarde, de una cárcel a otra pero por la carretera. Noté que recuperaba un fluido de fuerza y pude decirle: «!Ay, hija, Josefina, qué desgraciada eres!» Ella se lo tomó como un agravio, como una ofensa a su fortaleza de mujer estragada pero fuerte y se limpió las lágrimas. Se limpió las lágrimas con resolución de campesina orgullosa, me besó suavemente en la frente y ya no la he vuelto a ver llorar nunca más.
No sé aún cuántos días llevo aquí, pero ahora estoy flojito, todavía me encuentro malucho, algo desconcertado por la reviviscencia. ¿Qué sentirá Vicente, en su continua enfermedad, en su reclusión de monje bueno, cuando le llegue de mi puño y letra la noticia de que podemos seguir siendo amigos y poetas?
Vicente Aleixandre. Y Ante la antiguo hueco donde estuvo Miguel enterrado
2 comentarios:
Miguel Hernández era ¿Oriholano?
Eso tiene alguna falta de ortografía, por supuesto.
En efecto. El DRAE dice:
oriolano, na.
1. adj. Natural de Orihuela. U. t. c. s.
2. adj. Perteneciente o relativo a esta ciudad de la provincia de Alicante, en España.
Real Academia Española © Todos los derechos reservados
GRACIAS POR LA OBSERVACIÓN.
Las faltas de ortografía son mi delirio. Casi siempre echo mano de alguna de ellas, y no es por llamar la atención, que conste.
Publicar un comentario