¿Qué año sería? No lo sé; es decir, no recuerdo. Puedo decir que era de verano, al principio de uno de los incesantes veranos que nos hacen ser y llamarnos andaluces. Se constata en que dos de los que allí están andan ligeros de ropa. Y de años. Hay un chico y una niña de blanco en manos de su padre. No puedo afirmar cuándo se tomó esta foto, pero sí por qué.
La cámara era una de aquellas automáticas que se compraban en Ceuta, y el carrete (misteriosamente) admitía dos fotos en un mismo fotograma. Me hizo muy feliz aquella pequeña cámara tomando instantáneas por los caminos y los arroyos y los montes de nuestro término municipal. Por los campos de cerritos cereales y olivares gatunos entre los que vivía el Mesto.
El árbol, como bien se aprecia, otrora venerable y regocijo y orgullo de campesinos leales, ya desfallece sentenciado por la voracidad del tiempo, y por la condición del hombre atroz, y por la longitud de sequías y sequías. Se le ven más los negros vigores de su esqueleto que las hojas sin verde. Hojas amarillentas, raquíticas, espinosas como un aviso serio. No gozaba de buena salud ni de vecinos gratos. A veces, la vecindad, tan necesaria para la convivencia y las vivencias, se nos atraganta, o los atragantamos, y no hay manera viva de producir afecto. Eso también es cierto y ocurrió tal digo, allí, allá en Las Rozas, cerca de Montalbán.
Pero ¿quiénes son estos y qué hacían allí? Son hombres como yo que me acompañaron, cordial y generosamente, en un gesto de solidaridad y compromiso que se ha quedado, si nebulosamente con presencia sencilla, en la imagen aquella. Uno de ellos, otra ocasión, en otro año y con la misma emoción, se llevó a su hijo para que lo recuerde, si recuerda, cuando él ya no pueda contarlo. Porque para que la vida siga teniendo algún sentido de honestidad, de veracidad y de credibilidad, hay que recordar y contar lo vivido, así como los científicos (que no la Biblia) nos describen los orígenes del mundo.
Aquellos que fuimos, fuimos a taponarle la rendija descomunal que devoraba el tronco del Mesto en su vejez. Le hacía mucho daño aquella raja al árbol mítico. Parecía una vagina; era un tumor de veras. No hicimos bien aterrando la hendidura. Nos equivocamos. Me equivoqué. Lo hicimos por su bien pero no fue correcto. Lo reconocimos después: la tierra que le echamos dentro, órgano activo, humedeció más la corrosión de la madera enferma. Alguien con sensatez nos advirtió el error y hubo que esforzarse en volver a limpiarlo por dentro. Pero eso fue después del año de la fotografía. Y otros fueron los jóvenes a los que yo me uní. Y seguimos cuidándolo; pero años más tarde, ya usted bien sabe lo que ocurrió.
Canción penúltima
Aún queda lo más duro:
que el retoño del Mesto
dentro de cada niño
se haga un árbol de encuentro,
aún queda la penúltima
canción de amor al viento:
que el corazón del niño
tenga un árbol por dentro.
De El Mesto de las Rosas (fragento)
Universidad de Córdoba, 2009
Un niño me preguntó: ¿qué es a hierba?, trayéndola a manos
llenas,
¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé.
Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con esperanzada
tela verde.
O el pañuelo de Dios.
Un prenda fragante dejada caer a propósito,
Con el nombre del dueño en alguna punta, para que lo veamos y lo notemos y nos preguntemos, ¿de quién?
Walt Whitman. Hojas de hierba.
Editorial Lumen, 1969.
Traducción de Jorge Luis Borges
1 comentario:
Preciosa entrada amigo Pruden, también lo es la foto, con tu permiso la pondré en el álbum del blog de Talbanés. Pasamos ayer un rato muy bonito en Talbania, en cuanto pueda te mandaré el video de la canción. Un abrazo.
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