Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

miércoles, 21 de abril de 2010

Aquellos años



EL SOLDADO MUERTO

(Crónica)


A su hermana Dora.

A su sobrina Isabel, de quien aún confío en su escritura.



El ejército, tan cumplidor siempre en los asuntos del honor y el orden, dispuso que una escuadra de la misma compañía del soldado muerto, comandada por un subteniente igualmente joven y compungido por el suceso, lo acompañara hasta su pueblo y permaneciera allí mientras durase el funeral. Los cuatro soldados más el subteniente vestían su uniforme de gala, qué menos, tratándose de la pérdida de un número de la gloriosa y fiel infantería. A este cómputo de militares jóvenes, bien pertrechados y atentos a su menester, se le añadió un par de guardias civiles del lugar, terriblemente serios por lo que pudiera ocurrir, que hacían más tensa aún que triste la situación. La práctica totalidad del pueblo se había concentrado en la calle donde vivía el joven, y un silencio sordo y sobrecargado de emociones comunes minimizaba el resplandor de abril. El rumor doloroso hacía del color de la tarde opaco y amenazador como nubarrón de tempestad. La primavera estaba recién primaverada.





El accidente mortal para el soldado ocurrió en Madrid. El traslado del cadáver hubo que hacerlo a su lugar de origen, un pueblo allá en el sur cuyo nombre desconocían. El subteniente recibió de manos de sus superiores los papeles fúnebres para el traslado junto con las órdenes pertinentes para el viaje y el entierro. El viaje lo hicieron sin temor alguno, solo sobrecogidos por la muerte del joven camarada y agitados por el pundonor de acompañar su cadáver carretera adelante. Tantos kilómetros sin hablar apenas, media noche y toda la mañana hasta llegar al sur, sabiéndose importantes en su misión, responsables y víctimas, al mismo tiempo, del destino ordenado.


El viaje, tan largo, lo hicieron sin cuidado alguno, pero al ser recibidos por la Guardia Civil a la entrada del pueblo, al oír sus ambiguas palabras de advertencia, los jóvenes militares se acomodaron los tocados, se adecentaron los trajes y ensancharon sus hombros. El subteniente ordenó algo sobre los fusiles. No creo que haga falta, reconvino el cabo de la Guardia Civil local, pero por si acaso sepan que ustedes están obligados en ayudarnos para evitar cualquier altercado. Supongo que sabrán que está prohibida toda manifestación subversiva.


El dictador había muerto un par de años antes, pero el país seguía a la deriva ante la nueva ordenación del Estado. La Guardia Civil, ojo avizor ante las vicisitudes. El joven soldado muerto en accidente había sido, en su pueblo, un comunista activo y querido por sus paisanos. La Unión de Juventudes Comunistas, organización a la que pertenecía, contaba con una implantación fuerte y disciplinada; su actividad no admitida por la ley, seguía siendo el clavo del incordio y los malos ratos que los guardias civiles sufrían y era suya la obligación de reprimir. No provocaban grandes alteraciones del orden en el lugar, pero cualquier concentración en días señalados, con pancartas y banderas soliviantaban sus tricornios, y, principalmente, las tiradas clandestinas de panfletos y proclamas sacaban de quicio el entendimiento vasallo del cabo de la Guardia Civil. Era un hombre ridículamente obstinado en el cumplimiento de su deber, y pensaba que cada octavilla por los suelos podría contener la metralla de una granada de mano que estallase en la noche, debajo de los vehículos, en cualquier portal.


El joven subteniente de infantería, sensato y precavido pero inquieto por las palabras del cabo, al ver la gran acumulación de jóvenes en la calle, el ondear de alguna bandera roja con la hoz y el martillo sobre las cabezas expectantes, tuvo a bien llamar por teléfono a su comandante y pedirle qué determinación debiera ser la de su escuadra llegado un imprevisto. No sabemos las órdenes que recibiera desde su cuartel en Madrid, pero sí pudimos ver que su gesto volvía a ser el mismo de pena y responsabilidad, mas teñido ahora por un brochazo de amargura. Su actitud, la de él y la de sus cuatro soldados, por el contrario de lo que esperaba de ellos el inconsecuente cabo de la Guardia Civil del pueblo, adoptó un rictus de dignidad que la gente entendió como de complicidad sobreseída. Los fusiles que habían puesto en guardia sobre sus manos, volvieron a ser colgados con elegancia en bandolera y dejaron caer sus brazos imparciales mientras rodeaban el féretro en casa del muchacho muerto y hasta el camposanto.


Minutos antes de la hora del funeral, una delegación de camaradas entró con la bandera roja y pidió permiso al padre para ofrendarla como honra y honor sobre el ataúd. El padre, lloroso, decaído, apenas incapaz de discernir la responsabilidad que ese gesto contenía, se abrazó a su esposa y a sus otros hijos. Se tragaba los nudos pero pudo hablar: Mirad, muchachos, os agradecemos la intención, pero en estos momentos es mejor no hacer nada más. El ataúd del joven comunista subió la calle arriba sin la bandera roja, custodiado serenamente por sus compañeros militares, pero tras él se desplegó una gran pancarta que ofrecía el nombre del difunto. Por debajo, la inscripción de las palabras democracia y libertad resaltaban con el color de la ira.







Los dos tozudos e inseguros guardias civiles también siguieron el cortejo hasta el cementerio, pero a la zaga de la multitud. Yo los miré una vez, contemplándolos con descaro, y parecían nerviosos, descontentos o burlados de que en realidad no ocurriera nada en lo que ellos pudieran intervenir. La manifestación fue de duelo primaveral y unánime, acerada de recuerdos y proyectos políticos, esperanzadores, truncados, humanos: toda la juventud del pueblo seguía tras la pancarta reprimiendo el deseo de cantar La Internacional, pues los mayores habían aconsejado que se respetase el deseo de la familia. Solamente rompió el gran silencio la voz de un poeta al tiempo de ser enterrado el muchacho. El poeta, desconocido, exaltó un himno a la solidaridad y al dolor que provocó algunas lágrimas también en ojos masculinos. El poema se desintegró con la ceniza de la tarde violeta y ya no queda más, de aquel día de abril y en aquel pueblo, que el recuerdo vivo del soldado muerto.




8 comentarios:

Anónimo dijo...

Anónimo Talbanés dijo...

Que bonita entrada Pruden, alguna vez he oído decir que un soldado del pueblo que hacía la mili en Madrid murió en un accidente allá por esos años, ¿tiene algo que ver con esta entrada?. Un saludo amigo.

21 de abril de 2010 15:35

Prudencio Salces dijo...

En efecto, estoy hablando del mismo joven. Excusa que no lo mencione ni siquiera por el apodo de su abuelo, por el que también se le conocía a él. Si alguien quiere hacerlo con su nombre y apellidos, o simplemente con el sobrenombre heredado, está en su derecho y no creo que sea ningún daño ni tabú.
Gracias por tus palabras.

Otra cosa: he tenido que repetir la entrada porque en mi ordenador no aparecían más que las fotos y tu comentario. Lo he copiado tal cual pero ya ves que no se signa el nombre de tu blog: TALBANÉS.

Anónimo dijo...

Pruden, ¿y el poeta quién era? ¿se puede conocer el poema que se leyó? Muy emotivo tu entrada, gracias

Anónimo dijo...

Pruden, ¿y el poeta quién era? ¿se puede conocer el poema que se leyó? Muy emotivo tu entrada, gracias

Anónimo dijo...

Pruden, ¿y el poeta quién era? ¿se puede conocer el poema que se leyó? Muy emotivo tu entrada, gracias

Prudencio Salces dijo...

Sí, se podría leer, pero no tres veces seguidas, señor o señora anónima. Con una bastaría. El poeta era joven, algo mayor, que el desafortunado soldado y desapareció en la turbiedad de la Trancisión aquella. A mí me dejó el manuscrito de la poesía pero, como también quedé atrapado por las turbinas incesantes de aquel tiempo incompatible con mi frágiles cimientos, debo tenerlo extraviado entre los mil papeles de la juventud y la nostalgia. Tendría que ponerme a buscar. Para eso necesitaré otros tres meses de lluvias continuas como las del recién pasado invierno.

Esperemos.
Gracis por la preocupación

Anónimo dijo...

Pero, si usted tuvo en su poder el manuscrito, ¿lo recuerda como para recitar aquí algo de él? Si hay que esperar a que llueva va para largo, gracias

Anónimo dijo...

Quiero decir que lo tengo entre papeles antiguos, pero no sé en qué lugar de mi casa. Pedir tres meses de lluvia es como si pidiera todo ese tiempo de vacaciones continuadas.

Haré por buscarlo. Yo también quisiera volver a leerlo.

Pruden