Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

martes, 2 de noviembre de 2010

Para colmo de males, el primer obituario se publicó cinco meses antes de la muerte de Miguel. En septiembre de 1939 se difundió en Cuba, donde también lo querían y lo siguen recordando con fervor, la noticia de su muerte por fusilamiento. Aquel dato incierto, no por eso menos sentido, provocó la reflexión inmediata de Alejo Carpentier. Por la inmediatez con que Alejo Carpentier reflexiona ante la muerte y exalta la obra y la vida de Miguel, este texto poco conocido tal vez sea de los primeros que nos hablan del poeta muerto y habemos de tomarlo como fruto del conocimiento que entre ambos autores trabaran y como modelo de espontánea sinceridad.




Esta fueron sus palabras encabezadas con el título La muerte de miguel Hernández que el gran novelista cubano no pudo contener apenas le llegó la falsa pero anticipada noticia.

Miguel Hernández, el gran poeta campesino español, fue fusilado el jueves 20 en Madrid, por sentencia de un consejo de guerra. Delito: haber sido miliciano en la guerra. Con miguel Hernández y Federico García Lorca perdieron las letras españolas sus dos primeros poetas jóvenes.


Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.

Miguel Hernández ha muerto. Ha muerto apretando los dientes, la boca contra la grama. Pero no era aquella muerte la que él estaba dispuesto a aceptar, con altanero fatalismo… En otros versos, nos había explicado cómo podía morirse «con la cabeza muy alta».
Memoria de sol y sonido de valiente acompañaban ya en vida la historia contemporánea de Miguel. Perdonado cien veces por la metralla, curtido por el sol de los frentes, el poeta cantó magníficamente en las trincheras, vistiendo el pardo uniforme de los milicianos. Canciones de vida y muerte, de júbilo y luto, que adquieren ahora, ante un cable escueto, singular relieve dramático.
De la «Elegía a Federico García Lorca» son estos versos dramáticamente proféticos:

Como si paseara con tu sombra
paseo con la mía
por una tierra que en silencio alfombra,
que el ciprés apetece más sombría.
Rodea mi garganta tu agonía como un hierro de horca
y pruebo una bebida funeraria.
Tú sabes, Federico García Lorca,
que soy de los que gozan una muerte diaria.

El cable ha hablado: tres años exactamente después del fusilamiento del poeta de Yerma, Miguel Hernández ha caído bajo las balas de un pelotón ejecutor. «Veinte veces muerto» por veinte balas, se ha desplomado, «la boca contra la grama», en el patio de una siniestra prisión madrileña.
Miguel, que ha vivido con la cabeza muy alta, sólo puede haber muerto con la cabeza en alto: esa cabeza cuyos ojos de niño reflejaban limpidez de una conciencia sin remordimientos.
Llamársele «El milagro de Orihuela», porque su caso constituye una excepción dentro de la historia de la literatura (excepción que tiene un precedente en la literatura inglesa del siglo XVIII), Miguel Hernández fue poeta antes de aprender a leer y a escribir.
Hijo de humildes pastores de cabras, trabajó desde niño en el cuidado del ganado y en el cultivo de la tierra… Las toscas canciones que surgieron de sus labios, en los primeros años de su vida, justifican estas frases dirigidas por él a Vicente Aleixandre, en la dedicatoria de Viento del pueblo: «A nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres…»

[…]

Pero dos cosas resultaban inolvidables en el poeta: la limpidez de su mirada clara y el timbre varonil y profundo de su voz.
Esa voz la he apresado. La tengo aquí, en La Habana, en mis maletas.
A principios de 1938, Miguel Hernández llegó inesperadamente a París. Desde los primeros instantes de la guerra, el poeta se había inscrito en el 5º Regimiento:

Sangre que no se desborda,
juventud que no se atreve,
ni es sangre, ni es juventud,
ni relucen, ni florecen…

Había trabajado en la construcción de fortificaciones. Ahora, destinado a infantería, luchaba como miliciano en la brigada del «Campesino»… Para imponerle un descanso merecido y traerlo momentáneamente a cotidianos peligros del frente, el Gobierno republicano lo había nombrado delegado a un Congreso Internacional de Arte Dramático.

Por aquel entonces, disponiendo de las máquinas de mi estudio, yo no perdía una oportunidad de poner en conserva la voz de los grandes poetas contemporáneos. Había editado los poemas «Guernica» y «Madrid, 1937», de Paul Éluard.

Había guardado en mis gavetas las voces de Langston Hughes, Rafael Alberti, José Bergamín, Octavio Paz, Pablo Neruda y otros…

Al saber que Miguel (a quien había conocido en Madrid bajo las bombas del año anterior) estaba en París, lo invité a que grabara un disco.

Era la primera vez que el ex pastor de cabras veía un estudio consagrado a estos trabajos. Todo lo maravillaba: las máquinas, los micrófonos, los amplificadores, los tonemesser que permiten ver la voz, los pomos de cristal en que la escoria filiforme de los discos se entrega a danzas fantásticas, al ser enmarañada por aspiradores. Miguel reía como un niño al ver funcionar los aparatos destinados a producir sonidos.

Al oír un balido producirse en una caja misteriosa exclamaba: «¡El borrego!...»

Entendido en la materia, hallaba que las cabras mecánicas de mi estudio no eran del todo exactas.

«¡Si hubieses venido a Orihuela!... ¡Allí eran de verdad!...»


Por fin Miguel se detuvo ante el micrófono. Se encendieron las luces rojas. Se encendieron las azules. Y el poeta comenzó a declamar, con su voz maravillosa y su acento aldeano, las estrofas de la «Novia del soldado» [sic]:

Sobre los ataúdes feroces en acecho
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.
El disco no se pudo editar.

Pero conservo el original, único ejemplar, junto a mis papeles más preciados. Trataré de hacer algunas copias de él, que regalaré a los que fueron amigos del poeta.

¡Cuerpo presente!... único retrato viviente que nos queda de esa voz que simbolizó por su masculinidad, la vida misma de Miguel Hernández.

Alejo Carpentier, «La muerte de Miguel Hernández»
Carteles, vol. XXXIV, núm. 32 (La Habana, domingo 6 de agosto de 1939), pág. 36.
El texto completo puede verse en el catálogo de la exposición «Miguel Hernández. La sombra vencida». Tomo II
Biblioteca Nacional de España. http://www.bne.es/

No hay comentarios: