Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

martes, 18 de enero de 2011

Margot en Lavapiés


La tristeza de los ojos negros y de los negros observa Margot rodeada de las gentes más variopintas. Nunca hubiera imaginado esta concepción tan religada de la convivencia racial. Observa la armonía de los ojos verdes de las mujeres orientales, tal vez pakistaníes, con el azabache de tus cabelleras prietas a medio cubrir bajo los velos de seda. La plaza es pequeña y triangular, a modo de corazón pulmonar del barrio antiguo donde las masas de emigrantes hallaron acomodo humilde, barato en las viejas y diminutas viviendas, y en ella confluyen tres calles serpenteantes que vienen del centro de la ciudad y otra más ancha, desde su vértice sur, que se abre hacia barrios modernos, de edificaciones de ladrillo visto y pequeñas terrazas a las calles. Es famosa esta plaza desde que la literatura costumbrista y la zarzuela basaran en las gentes del barrio, sus vicios y virtudes, dramas y melodramas y comedias absurdas, repentistas. Sainetes de la vida al por mayor. Todo ello está en las bibliotecas y en la memoria de los lectores, pero el colorido del barrio se ha transformado con niños de Bangladesh, traficantes marroquíes, gitanos, payos maleantes,  gitanos mayestáticos y serios y bien vestidos que compran y venden antigüedades, que miran por encima del hombro a los demás. Se ha transformado la plaza y todo el barrio y abundan restaurantes chinos, de Pakistán y de la India, taxis aparcados junto a las furgonetas de la policía, negros de toda índole y nobleza con los ojos tristes y el aire desgarbado, con atuendos insólitos, atrayentes, pobres. Entre la muchedumbre, mujeres viejitas con su andar de viuda comedida que conoce el barrio donde murieron sus padres y ella parió a sus hijos en idéntica vivienda; jóvenes parejas del país a los que les gusta vivir aquí, pandillas de jóvenes sin prejuicios que beben cerveza y caminan como amigos de toda la vida, formando parte de la amalgama racial y germinal y existencial. Todo eso sabía Margot antes de buscar vivienda en este barrio con fama de peligroso.  
En pleno centro de la pequeña plaza, estaba la boca de metro con el mismo nombre popular y pegadizo: ha desaparecido, pero ahora en una esquina, el ayuntamiento, o la asociación de vecinos, alguien que piense en la protección de la infancia, ha creado un pequeño parque rodeado de maderas pintadas, con el suelo cubierto de moqueta verde y han instalado unos cuantos de artilugios para que jueguen los niños a salvo de riesgos; en la otra esquina de la parte ancha, el quiosco de prensa y, a su costado, otro de golosinas y helados. Margot no pierde de ojo a su hija, que manotea y parlotea con otros niños mayores y de razas diferentes. Indiecitos de algún país de América del sur. Chinitos de cara boba. Son niños de chinos somnolientos y de indígenas aceitunados. Sentada en la terraza embarullada de sonidos y de sol de un barucho luengo y oscuro, a cuya puerta está atento un joven camarero que atiende con pulcritud, ella se reconforta de su libertad adquirida mediante el silencio, la huida y la ocultación. Ya hace más de tres años que vive en este barrio polígloto, pobre pero cosmopolita.
            Una más entre tantas personas de tan diversos y lejanos países que moran con discreción y esperanza en el futuro. Las casas de escaleras estrechas, con escalones de maderas crujientes, carecen de porteros y los vecinos, si chismorrean, lo hacen hacia adentro, porque casi todos se conocen pero nadie hace preguntas que no le interesan para su existencia diaria y en el aire. Su marido jamás la encontrará en este lugar.


            Unos sentados de mala manera en el banco y otros alrededor sin dejar de moverse como trapajos, un grupo de bohemios harapientos, despeinados y sucios, drogados y borrachos, manotean y hablan o discuten o dormitan; de entre ellos, una mujer avejentada se dirige a Margot con gesto de dolor idiotizado y le pide un cigarro. La conoce de verla así por las calles del barrio, pero la enferma tal vez no la conozca a ella porque siempre camina con la cabeza gacha, rebuscando. Tras coger el pitillo con la mano temblona le pide fuego: inspira dificultosamente con los ojos cerrados para encenderlo. Hace como que se marcha sin decir nada, bamboleando el cuerpo con el desaliento de una bandera abandonada en el campo de una batalla perdida que el viento mueve, pero se vuelve hacia Margot y le dice «Dame algo, guapa». Rebuscó y le dio unas monedas de su calderilla. Uno de sus amigos que lo ha visto, deja pasar un rato mirando a Margot de vez en cuando y al fin se decide. «¿Me das pa un bocadillo?» Le dice que no y el hombre se dirige a otras mesas con la misma monserga. Él también se emborrachaba y acabó pegándole. Tuvo que abandonarlo.

A mis hijos

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nos ha encantado conocer a Margot, la teníamos tan cerca.... Muy agudo. Genial descripción del barrio aunque has de volver para que actualices tus recuerdos... Gracias por la dedicatoria. Besos al estilo art decó, Quiñones y Francisca