Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

viernes, 24 de junio de 2011

Segunda versión de la segunda entrega del cuento corto



El enfermo se acerca a mí y de lejos tiene buen semblante, ánimo conciliador y dice algo que me halaga. Me pongo a la defensiva porque sé que los enfermos, cuando mienten con la condescendencia que su estado les requiere, es porque detrás de sus palabras sumisas ocultan la exigencia para que les prestes atención. Traía buen semblante y ánimo conciliador, pero la sangre le seguía manando de la herida. Se taponaba la herida con un puñado de hierba: ortigas revueltas con tierra húmeda, habían vaticinado las mujeres aquellas sentadas a la puerta de sus casas, mi abuela y mi madre y las demás, que era el mejor remedio para cortar la sangre. Todas habían probado ese remedio pero el enfermo, durante el tercer sueño, seguía sangrando aún más copiosamente que en el primero.

─¡Me voy a morir! ¿Tú crees que me voy a morir?

No quise contestarle y lo miré sin pena, por encima del hombro lo miré para que notara que no me interesaba su estado ni su porvenir. La primera vez apenas se acercó donde estoy desintegrándome pero supe que era mi enemigo. En el segundo sueño apareció más agotado y comprobé que el enfermo era yo veinte años más joven, justo en los tiempos que conocí a Manuela, el amor de mi vida. Él quiso arrebatármela y luchamos a brazo partido, con navajas y agallas en medio de la noche. Yo solo pude herirle en un costado, pero el enfermo fue derecho a mi corazón y acabó con mi vida. Ahora viene a decirme que no encuentra a Manuela, que desapareció después de mi incineración y él la busca por los lugares que Manuela y yo habíamos vivido nuestro amor.

Tres veces ha vuelto ya, cada vez más apremiado por el chorro de sangre que no se le corta con las ortigas verdes y la tierra limosa a preguntarme que dónde estará Manuela. Que yo debo saber dónde encontrarla. Por compasión conmigo mismo, le di la dirección de Manuela, cuya puerta y venta y su perfume siempre hallé cerrados para mí, desde que el enfermo me la arrebató.

Si el enfermo aparece otra vez donde ceniza seca bajo el olmo elegido peno la pérdida del único amor de mi vida, ojalá que las consejas sobre farmacopea primitiva de mi abuela hayan cundido efecto sobre su herida y descanse en paz; si no aparece más, es que entonces yo habré muerto del todo.

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