Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

viernes, 28 de octubre de 2011

El hombrecillo


Por el otro lado de la carretera lo veo con su caminar nervioso, dando pasos cortijos y ligeros, los bazos móviles, el cuerpo echado hacia delante, su gorrita sucia y las zapatillas de tela deslucidas. Me lo quedo mirando y él, al cruzar frente al bar, mira y me ve. Hay un semáforo que se pone verde para los peatones si pulsas un botón de su poste, un semáforo para cruzar la carretera desde el edificio de la escuela a la explanada del bar. El hombrecito no pulsa el botón, pero se asegura de que no vienen coches ni de un lado ni del otro y cruza aligerando el gesto. Al acercarse, veo que de su boquita pequeña y arrugada quiere salírsele la lengua. Es viejo el hombrecito y, pese a que respira boqueando, anda y anda tan ligero y a diario por los caminos del valle. Yo estoy sentada en una mesa de la terraza y, cuando termina de cruzar la carretera, vuelve a mirarme durante unos segundos de palpitación abierta. Decide al fin saludarme con la mano, le correspondo y él continúa pero se detiene pronto. En la explanada de este lado de la carretera, junto a la parada del autobús, hay un panel indicativo de los barrios del pueblo y, junto al panel, un asiento de madera. El hombrecito se sienta y dirige su mirada hacia mí, hacia la puerta del bar. Se marcha pronto, su gusto no es sentarse a contemplar la vida, sino caminar todo el día por todas las carreteritas que unen los desperdigados barrios de este pueblo.
Así lo conocí una tarde, caminando, mientras yo estaba leyendo en uno de esos bancos de madera que hay en casi todos cruces de las carreteritas. Apareció tras un recodo aquella tarde y me pareció un demente. Viejito, su aspecto desaliñado, su andar desatento, su gorrita de lona vieja, sus incomprensibles zapatillas sucias, un pico de la camisa por fuera del pantalón, su manoteo asfixiante, su mirada incisiva, desde lejos, fija en mi figura de mujer, dirigiéndose a donde estaba yo. No me alerté, pero sí tuve el cuidado de estar atenta a sus movimientos, o a lo que fuera a decirme. Buenas. Dijo buenas con una sonrisilla amable y de seguido se sentó a mi lado. «Ya que han puesto los bancos para que los votemos, nos sentamos, ¿verdad usted?», razonó. No tiene nada de loco, me dije. «Los votemos o no, los bancos están bien puestos y cumplen un buen cometido», le respondí de seguido a su pensamiento. «Los concejales ponen los bancos para que no les echemos en cara lo que se llevan al bolsillo. Y al pobre de Zapatero, veremos a ver. Ahora quieren que se vaya», me informó olvidándose de los bancos y ya no dejó de hablar de política durante los minutos que permaneció sentado junto a mí. Es ancho de complexión y sus ojitos alegres te miran con distracción de arriba abajo sin dejar de hablar. No tiene dientes. No me preguntó quién soy ni nada sobre mí, hablaba con cierto entendimiento de política pero no pude asegurarme si Zapatero le caía bien o mal. Su discursito bamboleó desde la crisis económica hasta la corrupción general, pero sus palabras le salían sin pasión y sin denuncia. Yo pensé en ese dicho: lavar y guardar la ropa. También pensé cuánto me había equivocado al juzgarlo de loco al verle aparecer y venir hacia mí con presteza de huido. Pero su gusto no es estar sentado contemplando la vida o hablando con los demás, sino caminar de continuo. No me lo dijo así pero sí se despidió con natural cortesía para seguir andando.
            Ahora, después de cruzar la carretera y pensar yo que iba a venir a decirme algo, tras sentarse un ratito en el banco de la explanada y marcharse, le he preguntado a Camila por ese hombrecito. «Ah, ese. Ese es Sergio, siempre lo verás andando por cualquier lado». Camila, la dueña del bar, me ha contado algunas cosas personales de Sergio, el caminante. Camila siempre que ve que estoy tomando café sale de la cocina a saludarme con su cordialidad de dolores a la vista y fuma su cigarro. Cada día manifiesta tener un malestar o dolor distinto pero la buena disposición para hablar y el gusto por el tabaco no se le aminora. Al ver mi interés por el hombrecillo ella me cuenta lo mejor. Es un putero. Coge el tren en el apeadero y se marcha a la ciudad cuando a él le parece. Vive con una hermana que se lo afea diciéndole que debiera comprarse una dentadura postiza en lugar de ir tanto con esas mujeres. Dentadura yo, le responde a la hermana. El dinero que se vaya a llevar el dentista le doy mejor empleo. No te jode. Pero así, ¿con esa edad y ese porte que gasta?, le pregunto a Camila sorprendida de lo que me refiere. Pues sí, hija. Ahí donde le ves, dicen que ha pegado más tiros que el trabuco de un pirata. Y parece que aún le queda pólvora, o por lo menos la mecha.
            Pensé que hoy se iba a acercar a mí porque otra tarde también estuvimos charlando un ratito Sergio y yo en uno de esos bancos, al lado de un regato y protegidos por unos grandes plátanos de sombra y arbustos de sauce y de laureles. Esa segunda vez el hombrecito no me habló de política, sino que fue al grano de su cosecha. «Te gusta leer mucho, ¿verdad? Siempre estás con un libro». Tampoco esta vez me preguntó cómo me llamo ni nada particular que pueda interesarle de mí. Sencillamente me preguntó a continuación: «Y… eso… ¿no te gusta?» Me miraba con sus ojillos arrugados y alegres haciendo un círculo con los dedos pulgar e índice de la mano izquierda y el índice de la derecha lo pasaba de adentro afuera del anillo. Pero hombre de dios, le respondí riéndome, ¿usted que se ha creído? «Mira, señora, usted es muy guapa, y si quisiera ser mi amiguita yo le voy a pagar más que a las de la capital». Entonces sí me alarmé un poco, aun viendo la indefensión del hombrecillo.

1 comentario:

Talbanés dijo...

carajo con el susodicho hombrecillo..., se le abre la navaja sola en el bolsillo jejeje. Muy simpática la historia amigo Pruden. Un saludo.