Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

miércoles, 10 de octubre de 2012

El diluvio




Fragmento de "Talbania 1942"



Al día siguiente fue viernes. Había nublados broncos y veloces y los viernes por la tarde tocaba dar clase de religión. A las más pequeñas les puso una muestra para que fuesen copiándola de la pizarra. El tema correspondiente era el diluvio universal y a las mayores tenía que explicárselo siquiera con la dilatación que exponía el libro. Ella fue leyendo y comentando metódica lo que las niñas mayores ya sabían de otros años: que Dios quiso castigar a los hombres porque obraban mal. Dios ideó la manera de castigarlos a todos con la muerte menos a uno y su familia. Ese que se salvaría se llamó Noé. Micaela Miranda se sabía bien la historia bíblica y, tras explicar lo de la construcción de la grande arca y la recogida de los animales, comenzó a llover sobre la escuela. Comenzó a llover de forma inesperada y torrencial, como suele ocurrir algunos días tormentosos de primavera, y el patio de la escuela se llenó de granizos gordos y ranas y culebras pequeñas. De golpe había oscurecido porque las nubes eran grandes y negras y volaban bajas y hubo que encender la luz, pero la luz se había ido, como solía ocurrir los días de tormenta. Llovía y granizaba y tronaba con tan aterrador estruendo, que el techo de la escuela parecía moverse. Algunas niñas pequeñas comenzaron a llorar llamando a sus madres. Algunas otras de las mayores y audaces, no pudiendo contener la curiosidad, se asomaron al patio para mirar por los cristales de la puerta. Se reían viendo las ranas atolondradas dando saltos como locas y señalaban con el dedo las culebritas que caían revueltas con los granizos y la lluvia. El sumidero quedó pronto atorado por la descarga torrencial que no cesaba y el tomo de granizos fue subiendo hasta el nivel del sardinel. El agua comenzó a entrar a la escuela. Por la rendija de la puerta que no encajaba bien se colaron varias culebritas que se arrastraban siguiendo la base de la pared. Viendo aquella trapisonda que formó la oscuridad, los relámpagos, los truenos, el llanto de unas niñas, el alboroto de otras por matar los reptiles, el sonido pavoroso sobre el techo y el agua entrando por la puerta, Micaela Miranda se asustó y obligó a que todas las alumnas se metiesen en la cocina*. Arrebujadas, como quien recoge con urgencia una serie de objetos desordenados en una manta, las metió a todas en la cocina en un plis plas. Una de las mayores, llamada María Luisa, que por su naturaleza temperamental y nerviosa se comportaba a diario más traviesa que otras, comenzó a rezar el rosario a media voz. La maestra la miró sonriente, con delicadeza de amiga y le guiñó un ojo. La niña también sonrió primero y a continuación se le soltaron una serie de hipidos ahogados en el pecho y la garganta como queriendo contener el llanto. Antes de rezar todo el rosario comenzó a reírse de verdad. Una compañera se enfadó con ella.
            ─Mira que eres mala, María Luisa. Con lo que está cayendo y te pones a reír. ¿No te da na, viendo como lloran estas niñas?


            ─¿Queréis que recemos el rosario o que cantemos que llueva que llueva? ─preguntó Micaela Miranda. María Luisa comenzó a cantar:
                                    ¡Que llueva que llueva, la virgen de la cueva,
                                    los pajaritos cantan, las nubes se levantan!
            Como la acompañara de inmediato la voz de la maestra, otras niñas se sumaron al coro para desafiar la tempestad.
                                   ¡Que sí! ¡Que no! ¡Que llueva a chaparrón!
                                   ¡Que quiebre los cristales de la estación!
            Duró más la tormenta que el repertorio de canciones infantiles que sabía Micaela Miranda, pero casi todos los padres y madres fueron a la escuela con paraguas, impermeables y prendas de vestir grandotas a recoger a sus hijas. Gracias al diluvio, aquella tarde la clase terminó antes de tiempo.  

Al quedarse sola, el granizo ya no caía; los truenos dejaron de oírse y los relámpagos de verse. Pero seguía lloviendo y Micaela Miranda se puso triste de pronto. Le entró una tristeza sin pena que la llevó a recordar a doña Carmen Ruz en su exilio. No había vuelto a saber de ella, ni de su esposo el pedagogo y político Eloy Vaquero. Recordó con nostalgia a doña Carmen Ruz porque con ella vivió una tarde de tormenta parecida. Ella fue quien le enseñó el truco de entretener a los niños que se asustan con los relámpagos y los truenos. Cantaban canciones divertidas y hasta pedían a los alumnos que supieran a que contasen chistes. Pero ahora la lluvia seguía cayendo despacio y ella ignoraba el paradero de los exiliados. Se sentía triste porque la lluvia y la soledad son una buena yunta para arrastrar las almas sentimentales y conducirlas a la añoranza, a la ternura, a los deseos y los sueños que se viven fuera del tiempo. La melancolía le hizo también desear que su madre estuviera a su lado y poder abrazarla. 


Ella escribía a su madre todas las semanas una carta pero Trini no lo hacía con la misma regularidad. Se pasaba un mes y no le enviaba noticias de su estado, ni le contaba nada de cómo vivía, aunque Micaela Miranda no tuviera que hacer esfuerzos de imaginación para recordarla igual que la dejó al venir. Su madre se acordaría de ella pero era una mujer descuidada para los afectos; creyente y compasiva y buena madre que nunca le hizo daño, que la cuidó bien y quería a su esposo, pese a ser tan distinto. Eran muy distintos de carácter sus padres pero Trini se vio desangelada al saber que Marcelo había muerto. Se vistió de luto, y al poco de estar en La Carlota ya no hablaba de él ni lloraba su desamparo. Buscó trabajo para seguir viviendo y soportó las penurias como si nada, con la paciencia translúcida que le otorgaba su fe. Podía pasarse un mes sin escribir a su hija con la tranquilidad en el corazón de que nada malo le ocurriría. Micaela Miranda le achacaba casi siempre sus largos silencios, le costaba entenderlos y admitirlos, por eso, cuando recibía carta de su madre, se estaba tres días sin salir a la calle nada más que a lo preciso. Se ponía a escribirle de seguido y después repasaba todas sus cartas anteriores, saboreándolas con placer porque su madre escribía siempre sin asomo de dolor ni lamentaciones. Las releía como agarrándose al vínculo febril y débil y amenazado por las vicisitudes que pudiera romperse por el vacío de palabras. Después de su madre, ¿qué le quedaba de consistencia y perecedero? No se fiaba de los deseos de los otros. No quería creer en los sueños de los demás. Tenía grabada una incertidumbre en el pensamiento: la sospecha oclusiva de que el amor le dañaría más en su situación que felicidad pudiera obtener de compartirlo. Porque ella sabía que el amor le rondaba el cuerpo y le solicitaba el corazón.

*Era una casa-escuela y la maestra vivía allí, sola. 

2 comentarios:

Carmela dijo...

".... la lluvia y la soledad son una buena yunta para arrastrar las almas sentimentales y conducirlas a la añoranza...."

Bellísimo texto.Impecable.
Abrazo.

Anónimo dijo...

La lluvia que cae fuerte, arreciando, el aula llena de niños y niñas, los truenos y relámpagos..., me ha traído recuerdos de la niñez esta entrada, que por cierto está magistralmente escrita. Un abrazo amigo.