Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

jueves, 31 de octubre de 2013

La mujer del marido ciego (novela inédita)



Fragmento del capítulo primero


1 La casita

Tengo un montón de cosas que contarte, ¿sabes? Esta  casita que he alquilado un año más está muy bien. El dueño no la considera meramente una cabaña, sino que la publicita como «un paraíso para ver la luz». Además de lo socarrón que es el hombre, tiene razón en ello, pues que la casa está orientada al monte por donde el sol se asoma ya bien tarde. A mí me gusta este lugar. No hace mucho fue una simple cabaña, sin más posibilidad de acceso que andando o a pezuña y sin aguan ni luz; la remodelación de su arquitectura y su acomodo para ser habitada la ha convertido en una casita como ves, agradable y bien ventilada. Es el tercer año que la alquilamos porque a Juanito le viene bien para sus caminatas por el bosque. Y al río. Algunos días llega hasta el río con los útiles de pesca y trae algún salmón. Pero el río está lejos y, aunque se puede llegar en coche, él prefiere siempre ir andando. Vuelve feliz y me besa. No ha perdido la costumbre de besarme aun sabiendo que no le correspondo la ternura y que a veces hasta me incomoda. Pero vuelve cansado y además satisfecho con su pescado y me lo ofrenda como una más de sus peticiones de cariño. Todo lo que posee o encuentra me lo ofrece. No me gusta la palabra desvivirse, pero mi primo se desvive por mí y eso, a las larga, me perturba. Su bondad, por llamarlo de alguna manera, obra en mí al revés: me produce un rechazo sentimental vertiginoso. Le hago daño, lo sé. Se lo dije un día, tras acordar que aunque vivamos juntos cada uno hará su vida particular sin alterar la del otro: Me besas y me regalas pero tu ternura no deja de ser un chantaje sentimental. Él no lo entiende así: me besa y me acaricia y me sirve porque es su condición de esclavo amoroso. Siempre espera ser correspondido con mis labios en su mejilla, como los mendigos que a la puerta de la iglesia te tienden la mano abierta al tiempo que te bendicen adulones. O los inmigrantes africanos que quieren venderte pañuelitos en los semáforos. Le compraste una vez y ya todos los días te saludan con una gentileza humillante que da lástima, ¿no te parece? Claro, lo hacen para llamarte la tención, para que no te olvides de que está pidiendo y que sigue esperando ser correspondido por tu gratitud de un día. Algo parecido es el comportamiento de Primo Juanito. Y es que cuando un hombre ama a una mujer sin saber hacer otra cosa, sin practicar otro tipo de sentimientos, se le paraliza el corazón en la imagen del primer beso recibido. El corazón y la mente. Primo Juanito tiene la mente anquilosada en el cautiverio de lo que considera amor. Su amor. Que soy yo.
            Con Martina, su difunta esposa, también se comportaba así de servicial y ella tampoco lo soportaba. Martina quería que Primo Juanito comprendiera sus dolores invisibles, que la ayudara en sus crisis de ansiedad, pero él solamente la veía seria y triste y apenada. Con prepararle la comida cuando ella no podía levantarse de la cama, creía que la hacía feliz. Él sí era feliz cuidándola, preguntándole a cada paso si estaba mejor, pegajoso y sumiso, porque no podía ver lo que sufría Martina.
            Ahora, conmigo, no ha escarmentado de su impasibilidad mortificante. Se viene conmigo aquí para que yo no tenga que preocuparme de ningún quehacer doméstico. Él compra, cocina, lava, arregla la casa, plancha la ropa, y cuando pesca algún pez me lo trae de regalo. No lo deja directamente en el frigorífico para arreglarlo en su momento, sino que me lo ofrenda con su satisfacción de boca a boca como si cada vez fuese la primera.
            Además hoy recibí el último mensaje del otro, de Segismundo, ya te hablé de él: no quiere seguir esta aventura con una mujer que vive con otro y que, por tanto, no piensa casarse. Lo lamenta, dice; mas le reprocho que escriba esa palabra cuando a continuación ha de poner el punto final. No hay que lamentar nada, hombre. Tú a tu búsqueda de la perfecta consolación por la felicidad. No, no le responderé. Es un hombre separado y busca una mujer como sucedáneo de la medicación contra el abandono y pensó que yo podría ser el paliativo de su ya no tan joven edad. Pero me gusta por su delicadeza. Se lo demostré y él arribó las velas de la ilusión en pos de cautivarme y conseguirme con esta proposición: separándome yo primero de Juanito y acurrucándome a renglón seguido junto al brillo de tu triunfo. Pero no haré eso. No lo haré porque ningún hombre, por mucho que me quiera o lo quiera yo, dejará incólume todo este universo o territorio que a mis treinta años cumplidos me ha caído como una tregua o un permiso para ser como me gusta ser. Independiente y libre. No niego haber deseado entregarme a sus brazos una tarde, una noche, un fin de semana juntos. Nunca en mi vida de casada ni en la actual se me había ocurrido esa cosa, la infidelidad, pero ahora, con este señor delicado, me lo estaba planteando como una exploración de la madurez indolente. Una visita al Niágara.
            Esas cosas que suelen ocurrir porque los gestos se nos escapan de la voluntad. Y se nos escapan porque la voluntad, a veces y en días decisivos, queda a merced de la intemperante curiosidad. Entró en la galería buscando una lámpara de los años cincuenta y de tales características. La había visto en nuestra página web, pero ya no la teníamos. Ese intercambio de información comercial se desarrolló sobre una parrilla de admiración recíproca a medio calentar. Él me miraba con una atención sorprendida y yo le correspondía la sonrisa con los ojos sobre los suyos. Me rogó que le buscase la lámpara y a los cinco días lo llamé para que viniese a recogerla. El hombre me traía un regalo. Se llama Segismundo y me traía un regalo para mi decoro. Soy de las mujeres que no aderezan su cuerpo con joyas ni con bisutería elegante. Solo muy de tarde en tarde uso discretos pendientes. Mi abuela me agujereó con toda su buena intención y amor tradicional las orejitas pero desde mi adolescencia, a petición mía, mi madre no me compró nunca unos y yo, ya de adolescente, me veía bien con los ojos y el gusto de mi madre. La alianza de casada sí la conservo en su estuchito en un cajón del armario. Habría pensado al verme sin alianza que soy soltera y tal vez por eso pensé que serían unos pendientes lo que Segismundo me quería regalar en ese momento. Pero era una pulsera de planta lisa, esta que desde entonces me ha dado por no quitarme ni para lavar los platos. Así vengo comprobando que es de buena ley, ¿no se dice así de los materiales preciosos? Ojalá y los jueces y fiscales y abogados también fuesen todos de buena ley. Pero eso es harina de otro costal, ya te digo.
Me regaló la pulsera con buena prosodia y mejor tono de voz y yo se la acepté gustosa, descubriendo que en sus ojos azules relampagueaba un secreto que punzaba por hacerse visible: el secreto de por qué un hombre ha de llorar por tan poca cosa como es sentirse feliz por hacer un regalo.
            Se llevó su lámpara y volvió al día siguiente. Los consabidos comentarios sobre los muebles y cuadros allí expuestos dieron paso, pronto, a la sutilidad del interés personal. Reconozco que por ambos lados. Segismundo olía muy bien y vestía con primor sus más de cuarenta años sin barriga. Un afeitado perfecto dejaba a las claras la salud de su piel tersa y morena. Su dentadura, otra atracción visual que se agradece.
            Además no es un repipi de la cultura general que despliega. Tiene su parte de buen humor y lo emplea al dedillo. Se ríe con soltura al referir que el estreno de alguna ópera famosa de Wargner fue un rotundo fracaso. Le hacen gracia las equivocaciones de la historia porque parece que así nos vemos más vulnerables de lo que somos en nuestro entendimiento. Eso dice con propiedad de haberlo meditado.
            No sé por qué he de darte detalle de su existencia si ya se ha ido por donde vino. Tal vez le abrí demasiado, o demasiado pronto, las alas de mi capricho femenino. Me sentía halagada por sus atenciones y buena dicción, por su conversación que vadeaba los asuntos comunes paladeando, por el contrario, el tema que nos hacía ir al bar tras cerrar yo la galería. El tema de la seducción encubierta en la ironía y en las citas culturales. Me hacía la interesante porque me gustaba ese hombre y me subyugaba ese juego de la inteligencia que no he practicado nunca, desde la tercera muerte de Ramiro, con Primo Juanito. Dijo en una ocasión que soy propensa a despertar el deseo en los hombres por mis contrastes: Cómo una mujer rubia, se sorprende a propósito Segismundo para que yo lo vea, tan delicada de cuerpo y piel, puede tener una voz tan ronca. Y añade: «Si a la vista eres una lechuga, el cogollo de una ternísima lechuga», le gustaba remarcar sus ideas al menos con dos oraciones superpuestas, «al oírte uno piensa que oye la voz de  la tierra, la voz honda de la tierra». No le faltaba tampoco la galantería superflua.
Segismundo, el día que se presentó con el tercer regalo, algo personal e íntimo que no se puede lucir a la vista de cualquiera, decidió también ofrecerme su brazo de compañero. Al estilo de don Antonio Machado en aquella su triste canción, sentí tu mano en la mía, tu mano de compañera, pero él no lo dijo con tristeza ni nostalgia alguna, al contrario, con su claro sonido gutural y sin ruborizarse.
            Yo tampoco me ruboricé, pero vi el momento justo de poner las cartas boca arriba. Le revelé la existencia a mi lado de Primo Juanito. Segismundo se manifestó orgulloso, soberbio, acaparador, y dispuso de esperarme hasta que yo quedase libre. Hasta me fijaba una fecha posible para el advenimiento de convertirme en golondrina. Eso no se lo dije yo; eso se lo inventó él, que yo quisiera volar. Es muy gentil, pero yo no necesito un hombre gentil porque esa virtud es el reverso de la moneda en cuyo anverso se inscriben los celos, o, cuanto menos, el ansia de posesión.
            No quise entonces aceptarle el paquetito rosa con la ropa interior que imaginé delicada, delicada pero con la advertencia traicionera de que puede ser como un chapuzón en una calita virgen. Puede haber socavones que tiren de tus pies hacia abajo. Puede que te falte la respiración incluso dentro de un agua tan limpia.
               Esta aventura o coqueteo nos ha durado cuatro semanas. Intensas de sensaciones engañosas y lucimiento personal. Yo me hubiera lanzado al agua de su cuerpo si no tuviera brazos para protegerme. No sé a qué sabe la infidelidad, pero lo voy presintiendo. ¿O acaso la he estado buscando?


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