Eduardo Moyano Estrada
Estamos
ante una nueva novela de Prudencio Salces, la tercera en su ya larga y dilatada
carrera como escritor, en la que ha combinado el quehacer poético con el del
novelista.
No
es fácil transitar desde la poesía a la novela, ya que responden a diferentes
lógicas creadoras. La creación poética es más libre, yo diría que es la más
libre de todas las expresiones literarias, sobre todo cuando el poeta se libera de la “cárcel” del soneto
y de las rimas. En la novela, por el contrario, el escritor tiene menos
libertad al tenerse que ajustar a unas estructuras narrativas más rígidas,
diseñar las vías por donde circulan los personajes, las casas donde viven, el
escenario de los acontecimientos...
Me
gusta decir que así como el trabajo creador del poeta se asemeja al del pintor,
mezclando palabras en vez de colores, el del novelista se asemeja al de un
arquitecto, dando forma a múltiples elementos que tienen que encajar en un todo
coherente y verosímil (mejor cuanto menos real sea, y mejor cuanto más
inventado).
Prudencio
ha tenido la osadía, incluso la temeridad, de hacer ese tránsito, dejar de ser
pintor de las palabras para ser arquitecto de personajes, de sus historias, de
sus amores y desamores, de sus esperanzas, sueños, quimeras y frustraciones.
Son sus lectores los que tienen que juzgar si ha logrado con éxito su
propósito. En todo caso, como dice Carmen Martín Gaite, y el propio Prudencio señala,
“…no se escribe para convencer a nadie de nada, sino para convencerse uno a sí
mismo de que sigue en forma…” Y Prudencio lo está, tal como muestra la potencia
narrativa de esta novela.
Es
“Húmedo Agosto” una novela desconcertante, y es precisamente su principal
virtud el desconcierto que produce en el lector, ya que hace atractiva su
lectura hasta el final, esperando un acontecimiento, un desenlace, que nunca
llega. Quizá esa expectativa no satisfecha puede causar en algunos lectores
cierta frustración, pero no en mi caso, ya que conforme la leía iba
desentrañando el juego de espejos que el autor desarrolla, su clara intención
de generar confusión para así atraer la atención del lector. Como hace el mago
con sus trucos, que nunca desvela, no seré yo quien le pida a Prudencio que
desvele el enigma que hay detrás de alguno de los personajes, ya que, como buen
novelista, deja que sea nuestra imaginación la que intente desentrañar su
significado.
El
primer desconcierto es el de la expectativa que causa la cubierta de la novela,
un espléndido cuadro de Vanessa Lodeiro con la imagen de dos mujeres. Esa
imagen, junto al título “Húmedo Agosto”, podría anunciar una relación erótica
de carácter lésbico, pero que apenas se muestra en la narración y que sólo se
apunta en las páginas finales, con ese beso rápido y fugaz, más compasivo, que
libidinoso, entre Carmela y Camila (la dueña del bar “El Caravel”) cuando ésta
le cuenta su agitada historia.
El
propio título, “Húmedo Agosto”, es, como digo, otro elemento desconcertante, ya
que no tiene que ver con ningún aspecto erótico, sino con el hecho de que uno
de los personajes centrales de la novela pasa el mes de agosto en Cantabria,
región húmeda por excelencia. Y es la humedad y el frescor del paisaje, en
contraste con la sequedad y la calina de los pueblos del sur en agosto, lo que
se convierte en uno de los ejes centrales de la narración. Uno de los
personajes contrasta la humedad cántabra con “los cuarenta grados de calor
oblicuo” del sur, disfrutando, como dice, de su “paisaje de agosto sin el sur, sin
los pueblos expuestos al arbitrio del sol en las campiñas”, y recordando los
versos de Blas de Otero “...pánica Iberia, silo de sol, haza crujiente”.
El
tercer elemento que causa desconcierto en el lector es el que anuncia, por la
lectura de la contraportada de la novela, que uno de los temas centrales será
escribir una autobiografía del poeta Miguel Hernández, como si éste no hubiera
muerto en 1940 y, ya viejo, decidiera escribir su propia biografía. Es una
expectativa verosímil por cuanto es conocida la pasión de Prudencio Salces por
el poeta de Orihuela, sobre el cual escribió hace años el conmovedor auto
sacramental “Hernández”, ese poeta “de corta vida, pero de larga muerte”, como
dice uno de los personajes de la novela.
Pero
he aquí que, si bien ese empeño es la obsesión de Carmela (el personaje central
de la novela), y es su propósito escribirla durante su estancia en Cantabria,
resulta que apenas es un intento, mostrado en unas pocas páginas y diluido en
un sinfín de otras escenas y hechos narrativos. Se cuentan, es cierto, cosas de
la biografía de Miguel Hernández, pero que no pasan de ser lo que ya se sabe
por boca de sus biógrafos más conocidos, como Eutimio Martín, o de la mano de
Josefina Manresa, viuda del poeta.
En
este sentido, el lector espera algo de ficción en esa autobiografía prometida,
que, sin embargo, no encuentra, y que por ello puede sentirse algo frustrado.
Parece como si Carmela, en vez de escribir la autobiografía de Miguel
Hernández, muerto con algo más de 30 años, se esfuerce por relatar la de su
abuela Andrea, también muerta joven. En ese relato biográfico, la muerte joven,
siempre trágica, es el eje del mismo, ya que muchos de los personajes que
aparecen mueren jóvenes: la citada abuela Andrea (de enfermedad
cardiovascular); los tres Ramiros (uno, por enfermedad pulmonar, agravada por
una paliza en el cuartelillo de la Guardia Civil de Talbania; otro, de
accidente, cuando era estudiante de medicina, y el tercer Ramiro, de cáncer de
huesos), y Martina, la mujer del primo Juanito (de una enfermedad
degenerativa)… Todos ellos mueren con apenas cumplidos los 30 años, como el
poeta de Orihuela.
Pero
como digo, a pesar de ese triple desconcierto y de la frustración que pueda
generar en algunos lectores, Prudencio Salces ha escrito una novela solvente y
bien trabada, más en la línea sencilla de “Las garras del chacal”, que del
atrevimiento de su “Barcelona Joyce”. Hay en esta tercera novela mucho de lo
vivido por el autor, o al menos de lo que ha escuchado en boca de seres muy
queridos por él. Por eso, sin ser una novela autobiográfica (ninguna buena
novela lo es) tiene mucho de biografía contada por otros. La clave para
entender el sentido biográfico de “Húmedo Agosto” hay que buscarla en la doble
dedicatoria que hace Prudencio al principio de la novela: por un lado, a su
mujer, “Lola, de cuyas vivencias se nutre el germen de esta novela” y, por otro
lado, a sus hijos “África y Rubén, que no conocieron a su abuela materna”.
Mientras
que “Barcelona Joyce” es una pura novela de ficción, urbana, valiente,
atrevida, transgresora incluso en su estructura narrativa, ésta de “Húmedo
Agosto” es una novela más realista, rural, con la que Prudencio vuelve a sus
orígenes, al imaginario de su obra poética más señera, como “El Mesto de las
Rosas”. Es rural no sólo porque los personajes que cuentan sus historias son
personajes rurales (la familia de Carmela en Talbania, la gente con la que ésta
trata durante su estancia en Cantabria, en torno al bar El Caravel…), sino
porque el paisaje rural cántabro desempeña un papel muy significativo en la
estructura de la novela.
La
novela se estructura en varias voces. Una es la voz de un narrador oculto, que
no desvela su personalidad (¿Es acaso la voz de Segismundo, viejo enamorado de
la joven Carmela, pero no correspondido por ésta? ¿Es la voz del primo Juanito?
¿Es la voz del propio Prudencio que va buscando los orígenes de su apellido
Salces por esas tierras del norte?). En todo caso, en esta voz puede adivinarse
un alter ego del propio Prudencio,
que va describiendo, con prosa poética de una gran belleza, el paisaje de los
lugares por los que transita: Sopeña, Cervatos, Polanco, Comillas, Renedo,
Tudanca, Reinosa, Fontibre, el valle del Saja, el nacimiento del río Ebro,… Es
éste un personaje que se recrea contemplando los paisajes naturales y
describiendo la frondosidad de la arboleda, pero que también se deleita con el
paisaje arquitectónico que se le muestra en forma de palacetes o casas
solariegas en una región de rango abolengo como es Cantabria.
Es
un recorrido por los pueblos y comarcas cántabras más significativas, en las
que el narrador va descubriendo sus encantos y trasladándolos al lector, de
forma que se produce una simbiosis entre el paisaje, la voz que lo describe y
el lector que lo lee, o escucha, porque esas partes de la novela se disfrutan
más si son leídas en voz alta. La magia poética sólo es rota en los momentos en
los que el narrador pone el contrapunto de los hechos históricos que rodean el
paisaje de Cantabria, la memoria de la Guerra Civil y los restos del franquismo
aún presentes en las fachadas de las casas, calles o plazas por las que
transita.
La
segunda voz es la de Carmela, el personaje central de la novela, y sobre la que
gira toda la historia. Es, como he señalado, la voz de una mujer viuda joven
(de sólo 30 años), restauradora de arte, pero que ahora regenta una
galería/tienda de vintage en Madrid,
y que regresa por tercera vez a Cantabria en verano, buscando la paz y el
sosiego del paisaje y la placidez del clima suave, fresco y húmedo de las
tierras del norte. Suele ir a “El Caravel” a tomar café y coñac, y allí
conversa con Ana, la camarera, extrovertida y eficiente, y con Camila, la
dueña, mujer enigmática e introvertida, siempre con un vaso de whisky en la
mano, y que poco a poco le irá abriendo su corazón a Carmela.
Carmela
va acompañada, muy a su pesar, por su primo Juanito, también viudo joven (su
esposa Martina murió al poco tiempo de casados), existiendo entre ellos una
extraña relación de protección mutua, asexuada y anodina. Mientras Juanito se
busca la vida flirteando con María Sampuente, veterinaria, siempre acompañada
de perros, mujer andrógina, y entabla una peligrosa amistad con el acosador
Vidal (Macaco, de apodo), Carmela escribe una relación epistolar con una amiga
a la que le va contando las peripecias de su viaje a Cantabria, al tiempo que
le abre la puerta de su memoria derramando sus recuerdos de infancia y la
propia historia de su familia a través de lo que le contara su madre.
Conmovedor
es la última página, donde Prudencio narra el regreso al Sur de sus personajes
tras los días pasados en Cantabria, el regreso “al temor de los días sucesivos
bajo el imperio azul de la naturaleza adversa”. Muestra el contraste de las
tierras húmedas del norte con los páramos y sequedad de la meseta. Al tiempo
que describe el árido paisaje por el que transcurrió la vida de Don Quijote y
Sancho (aprovecha para reivindicar la figura del fiel escudero), Prudencio hace
un guiño a la actualidad con la mención a las “aldonzas jovencitas, mezcladas
con jóvenes mujeres inmigrantes, que
limpian de maleza un parque periurbano junto a una charca y una estación de
servicio abandonada…con la yerba ya perdida” en los alrededores de Villarta de
San Juan. Observa la “gran soledad que pesa aquí…pesada y aturdida, como la
impertinencia gris de los mosquitos y los cardos resecos entre yerbajos
mustios”. Siente una melancolía pesarosa, y un deseo de morir, remedando el
paisaje y su leyenda de pasiones temibles, “la leyenda de don Alonso Quijano,
ebrio por esos páramos de un ideal nombrado por sus sueños, Dulcinea”. Mas se
resigna y anhela regresar a su casa, “que lo es para vivir nostalgias…” o “para
morir de nostalgia por algo que no vivirá” (Alessandro Baricco); en definitiva,
el regreso a su casa de Talbania, donde “espera en mansedumbre su regreso”
(Ernest Hemingway).
El
amor, la soledad y la tragedia que siempre supone la muerte joven, son el eje
de esta tercera novela de Prudencio Salces. Con el paisaje de Cantabria como
escenario, Prudencio expresa, una vez más, la sensibilidad poética que nunca le
ha abandonado en ese tránsito siempre difícil por el camino de la narración
literaria.
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