01.05.2019
José Antonio Jiménez Sánchez
Me
he tomado la libertad de “spoilear”, ahora que se llevan los términos
anglosajones, aunque yo prefiero el castizo destripar, lo que probablemente
hubiese sido el comienzo de lo que nos vaya a decir Prudencio dentro de unos
momentos, aunque ha sido con su consentimiento. Yo sé que a Prudencio le
molesta exageradamente que diga de él que es un maestro, pero juzguen ustedes
si después de leer este poema introductorio de El Mesto de las Rosas no se merece ese término, tomado como
adjetivo o como sustantivo, como prefieran. Algunos de los que estáis aquí, la
mayoría, conocéis a Prudencio Salces, otrora Latino Salces. Otros, sin embargo,
puede que sea la primera vez que oís hablar de él; nunca es tarde si la dicha
es buena. Si yo tuviera que definir a Prudencio con una sola palabra, amén de
la manida maestría tan denostada por él, lo tendría muy claro: poeta. Prudencio
es un poeta y, con el permiso de Ortega (al que me doy cuenta que acudo con
demasiada persistencia), es un poeta con todas sus circunstancias.
El
jueves pasado tuve ocasión de asistir a la presentación que de este mismo libro,
Húmedo Agosto, hizo Rafi Valenzuela
en Montalbán. No voy a glosar hoy aquí todas las excelencias de su disertación,
pero sí que voy a decir que superó sobradamente mis expectativas. Ese día habló
una doctora en Literatura Contemporánea y una amiga personal de Prudencio y en
cada una de sus palabras se traslucía la pasión y el respeto que esta mujer le
tiene a las letras en general y a Prudencio en particular. Yo no sé lo que tú
hoy esperas de mí, Pruden, pero intentaré estar a la altura de aquello que sea.
Empezaré
hablando un poquito de ti, y de cómo te veo yo. Y lo haré acudiendo a un
recurso clásico, y más habiendo pasado solo una semana de un día tan
significativo como el 23 de abril. Decía nuestro buen amigo Sancho, de una
forma provelbialmente bíblica, o bíblicamente proverbial, un poco antes de
encontrar al demonio de las vejigas en el carro de Las Cortes de la Muerte, y
en referencia a la congoja de su amo por el encantamiento que le habían hecho a
Dulcinea, volviéndola una fea aldeana; decía, digo:
“Señor, las tristezas
no se hicieron para las bestias, sino para los hombres, pero si los hombres las
sienten demasiado, se vuelven bestias: vuestra merced se reporte, y vuelva en
sí, y coja las riendas a Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella
gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes.”
El jueves pasado decías que cuando escribes eres feliz. Pero
yo, al leerte, y te he leído bastante, intuyo que esa felicidad viene tiznada
de un velo de profunda melancolía, porque te han transmutado a tu Dulcinea como
por ensalmo. Para mí eres el paradigma de lo que entiendo como escritor: una
obsesiva fijación por crear algo digno, una continua búsqueda de la
autosatisfacción, un desengaño permanente por no verte reconocido en la
mediocridad. Viéndote, leyéndote, por una u otra razón, me acuerdo de muchos a
los que admiro: Rimbaud, Baudelaire, Poe, Maupassant, Borges, Bukowsky… Casi
todos pasaron con más pena que gloria por eso que se viene en llamar literatura
de masas, pero siguen ahí. Es posible que un francés, un argentino o un
americano no hable de ti en la presentación de algún libro cuando seamos ya
hato de gusanera, pero tú seguirás ahí, y seguro que alguien te recordará como
lo que eres: un escritor decente.
Cuando me entregaste la versión ya editada de Húmedo Agosto hiciste lo mismo que yo
voy a hacer ahora, y me dijiste: “Un libro
no es un buen libro si no se queda en pie, tanto en continente como en
contenido”. Todos podéis ver que en continente sigue erguido, y yo os digo que
en contenido también puedo dar fe de ello.
Ya por los noventa, cuando tanto tú como yo sabemos que salió
a la luz lo mejor que has escrito en tu ya dilatada carrera como escribidor (y
dejo aparte la ironía que le impone el desuso al término), decías, en el
introito a esa infancia y adolescencia que tan bien describes, y usando la
palabras de tu admirado Coetzze: “No ve
por qué el verso siempre debe ir ascendiendo hacia una cima declamatoria, por
qué no puede contentarse con seguir las flexiones de la lengua hablada
ordinaria; de hecho, no ve por qué tiene que ser tan diferente de la prosa.”
Pues yo te digo, estimado Pruden, que no veo una forma mejor de describir tu
literatura. Han sido muchos los retoños que has criado desde aquellos tiempos
en que la perra poesía te devanaba los sesos con exclusividad, supongo que en
un vano intento alquímico de diseminar una tintura filosofal entre la basta
profusión del plomo que tanto abunda. Pero en todos ellos: Talbania, Las garras del
Chacal, Barcelona Joyce y ahora Húmedo Agosto, se adivina tras la prosa
la poesía de la que nunca podrás renegar.
Centrándonos en el libro que hoy nos ocupa, Húmedo Agosto, diré que parto con cierta
ventaja en el comentario del mismo por las conversaciones que hemos tenido
acerca de él y por la presentación que hizo Rafi la semana pasada. Antes de
entrar en el ajo, y de intentar aportar algo novedoso a lo que ya se dijo en
Montalbán, quisiera felicitar a la Editorial Séneca y a Óscar Morales como su
representante por la edición tan cuidada que han hecho de este libro. También
quiero reseñar el acierto de Pruden en la elección de la portada, una
ilustración de Vanessa Lodeiro que a mí particularmente me sugiere la serena y
al mismo tiempo tenaz postura vital de la protagonista principal de la novela,
una mujer libre de la que, como el propio Prudencio nos dice en la sinopsis, se
nos presenta un fresco de teselas emocionales engarzadas en un mosaico que
dibuja el devenir decadente y perseverante de su existencia.
Húmedo Agosto es un libro pensado para una lectura relativamente fácil. No
tiene la complejidad en cuanto a trama de otras obras anteriores de Prudencio,
como Barcelona Joyce por ejemplo, que
demandan una atención constante y una lectura sin pausa para poder desgranar
todos los detalles de la misma. Aquí Prudencio utiliza dos estilos narrativos
sencillos y a la vez muy apropiados para insertar en ellos ese lenguaje poético
tan transmisor de emociones que es característico de su forma de escribir.
Tendremos por un lado un estilo epistolar en la protagonista femenina de la
historia, Carmela, que escribe cartas narrando sus experiencias vitales a una
amiga que queda suspendida en el anonimato. Y tendremos por otra parte un
estilo de diario, de libro de viajes, que nuestro protagonista masculino,
Segismundo, utiliza para describir su periplo por tierras cántabras, en un
viaje que ha emprendido para, en sus propias palabras, buscar el consuelo de un
agravio que le ha provocado el amor. Es en la forma de narrar de este
personaje, sin duda, en el que más puedo reconocer el estilo elegíaco que tanto
me gusta de Prudencio, ese peculiar estilo en el que uno se lamenta sin
lamentarse de ciertas cosas que quedan atrás: nostalgia por lo que se ha
perdido o incluso por lo que nunca se ha tenido, arrobamiento Stendhaliano por
la belleza de los entornos que se contemplan… Suya, por ejemplo, es una frase
antológica que escribe en el quinto día: “El ansia no es una posesión, sino el
relieve de la infelicidad”.
Yo soy un lector al que le gusta detenerse con los libros,
cuando un libro merece que me detenga. Y este es uno de ellos. En este sentido,
he disfrutado sobremanera utilizando las nuevas tecnologías para viajar, junto
a Segismundo, junto a Prudencio, por esas tierras cántabras tan fascinantes. He
paseado por las pocas calles de Sopeña contemplando la dejadez de eso que ahora
llaman la España vacía, me he adentrado en la colegiata de Cervatos sintiendo
también ese pulso nostálgico juanramoniano al evocar el románico que estudiaba
en la E.G.B., he visto el interior de la Casa Museo de Tudanca, que en su día
perteneció a José María Cossío y donde tuvieron asilo y pluma para escribir
gentes como Unamuno o el mismo Miguel Hernández (como tendrá ocasión de
recordarnos Carmela en la redacción de su autobiografía…), vi brotar el Ebro en
Fontibre bajo las tierras calizas del monte Guariza, pasé bajo el puente de
Liérganes mientras el hombre pez me miraba, me tomé un café en el Resquemín de Polanco
con Pereda y Galdós, vi el mar leyendo a Cancio en Comillas… y tantos y tantos
episodios que hacen que te acerques a este libro no solo como una historia bien
contada, sino también con la curiosidad de conocer rincones a través de la
pasión desbordada de un viajero con sensibilidad.
El otro gran personaje de este libro, como ya he adelantado,
yo diría que piedra angular en el proyecto que lo hila todo, es un personaje
femenino, Carmela, una viuda que desde hace algunos años se recoge en verano en
una cabañita en Cantabria para pasar sus vacaciones y que quiere ocuparse en la
redacción de una biografía de Miguel Hernández poniéndose en la piel del poeta.
Me gustó especialmente un capítulo en el que Miguel habla con voz propia a
través de la creación de Carmela y sugiere una especie de arrepentimiento por
no haber hecho caso de los amigos que le decían que marchase al exilio en lugar
de huir hacia adentro, de quedarse en España. ¿Qué Miguel nos hubiéramos
encontrado en Portugal, o en Chile, o en cualquier otro sitio, de no haber
mediado la fatalidad en Rosal de la Frontera? ¿Qué creaciones mágicas nos hemos
perdido? En palabras de Carmela, Prudencio, Miguel: “Esto de huir hacia adentro
pienso que es la fórmula más natural del idealista enamorado de su tierra que
he sido siempre y, en consecuencia, también la actitud de un hombre que no
tiene nada que perder y vive confiado en la tranquilidad de su conciencia”.
Nada que perder… Tan solo a su Josefina, sus Manueles y su propia vida. Además,
Carmela deja testimonio de sus experiencias vitales escribiendo cartas a una
amiga de la que no sabremos sino eso: que es su amiga. Capta poderosamente el
interés el recuerdo perenne de su marido ya muerto, Ramiro, que podréis ver que
es un personaje secular que se reencarna per secula seculorum en otros muchos
Ramiros que son la exégesis de la historia de Carmela. Me parece admirable y
digno (aunque me repita) de un maestro, la forma en la que se construyen los
nexos de unión entre épocas distintas, entre personas distintas, pero que al
final confluyen en la esencia de Carmela.
En el libro, aparte de los dos protagonistas, aparecen
bastantes personajes secundarios con mucho poder narrativo: el primo Juanito,
Ana la camarera, Camila la dueña del Caravel, Sergio el viejito andador y
lascivo, María Sampuente la veterinaria andrógina, el siniestro Vidal el
Macaco, los numerosos Ramiros, Andrea y Manuel, los abuelos de Carmela, el
chacho Pepe… y, como no, y aunque no sea un personaje, o quizá sí, la
omnipresente Talbania de un talbanés. Todo colabora en la exposición de la
trama fundamental, trazada en torno a Carmela y Segismundo, y a veces incluso estas
crónicas secundarias mudan en verdaderos núcleos argumentales.
Los dos personajes principales están destinados a ser algo
más que dos almas solitarias. De hecho, desde el comienzo del libro Segismundo
habla de la alegría que le produce la recepción de una carta de una tal
Carmela, la mujer de la galería. Y Carmela, también al inicio, escribe una carta
a su amiga hablando de un tal Segismundo, un cincuentón que le resultó
atractivo y que la lisonjeó e incluso le propuso llevársela a un viaje por
Cantabria. De modo que Carmela, sin decir nada a su admirador, se va de
vacaciones a su cabañita y Segismundo, ante el rechazo de la galerista, viaja
solo a Cantabria para olvidar el desaire. Los mimbres están puestos para que
durante todo el libro ansiemos el encuentro de estos dos tortolitos. ¿Llegará?
¿Sucederá en un sitio tan natural y tan sugerente como un bar de pueblo?
¡Ahhhh! Ayer escuché en la radio que hay una página web en la que, por un
dólar, se puede contratar a una empresa americana para que mande spoilers de
Juego de Tronos a un número de teléfono. Si este es el libro que finalmente te
hace millonario, querido Pruden, no dudes que montaré algo para sacarle
rentabilidad a esta historia.
Sé, por su autor y por referencias, que este es un vestido
cosido a retales, pero en ningún momento da la sensación de eso. Uno lo puede
intuir. Por ejemplo, hay un pasaje en el que Carmela habla de un poeta cubano
amigo suyo, José Raúl Fraguela, diciendo que este conoció personalmente a Dulce
María Loynaz, a la que la habían dado el premio Cervantes hacía poco. Es
normal, por tanto, que algo así fuese escrito a mediados de los noventa en caso
de que Prudencio no hiciese un excesivo uso de la memoria (a Loynaz le dieron
el Cervantes en el 92). Pero hay otros episodios que deben haber sido escritos
mucho más recientemente. Por ejemplo, Segismundo hace referencia al
levantamiento de la juventud el 15 de mayo, situándonos por tanto en 2011. O
cuando Carmela habla con Sergio de la crisis y de Zapatero, al que al parecer
ya le están mostrando la puerta (2011 también). A pesar de esto, la trama
conjunta, la idea que se quiere dar en el libro, no sufre lo más mínimo, por lo
que te felicito nuevamente, querido Pruden, por ser capaz de engarzar textos
escritos en tiempos distintos para conformar un todo con mucho sentido.
Y ya concluyendo, porque no quiero hacerme muy pesado y
porque quiero dar protagonismo a quien realmente lo tiene, diré simplemente que
Húmedo Agosto es un digno hijo de su
padre, que estoy completamente seguro de que vais a quedar prendad@s desde el
principio con su historia y con la forma de contarla y que, evidentemente,
estimado Pruden, espero que no sea tu última novela, tu último poemario, tu último
ensayo o tu última obra de teatro, porque, escribas lo que escribas en el
futuro, en mí siempre tendrás un abnegado lector.
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