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lunes, 21 de octubre de 2019

VOLVERÁS A TALBANIA


Manuel Bellido Mora
Redactor de Canal Sur Málaga





VOLVERÁS A TALBANIA

Manuel Bellido Mora
Redactor de Canal sur Málaga


Ocurre al escribir con la determinación de atrapar episodios fugaces de nuestra vida, quizá provenientes de los sueños ajenos. O tal vez aquellos que les hemos oído pormenorizar a nuestros antepasados.
En ese terreno, Prudencio Salces se desenvuelve como nadie, inscribiéndose por derecho propio en la crecida corriente de narradores que basan su obra en los recuerdos, pues de memoria estamos constituidos.
A partir de hechos que ha visto como testigo directo o que le han contado es capaz de rememorar. De reconstruir lo perdido. Y con ese material sensible y, como vemos moldeable a su antojo, consigue guiarnos por su mundo personal, invitándonos, de paso, a la reflexión.
Desde hace algún tiempo, el universo privado de Prudencio es un lugar denominado Talbania, de la misma forma que Gabriel García Márquez dispone de su Macondo o Juan Benet tiene acceso libre a Región.
La felicidad se pasea por estos lares, como también lo hace en el ficticio Shangri La, alojado en un lugar impreciso de la cordillera del Himalaya. Y desde luego también Los Beatles se apuntaron a esta moda con Pepperland, como se puede observar si nos adentramos entre los personajes de la película Yellow Submarine, donde los Blue Meanies eran unos tercos antagonistas de los irresistibles ritmos beat.
Pero se podría citar y no acabar. Y no se trata de eso.
En el fondo, gran parte de la cultura occidental se apoya, se sustenta con enorme solidez, en espacios inexistentes o sobre los que no es posible manejar una clara y rotunda certeza. Casi siempre son aquellos que nos vienen dados por cuestiones religiosas o fantásticas.
Talbania es una invención, eso está claro. Pero en ningún caso en un no lugar. No es una pura abstracción. Ni está diluido en el anonimato.
Y no lo es porque, aunque no lo encontremos en el mapa ni se pueda acudir a él conducidos por el más infalible GPS, sí que es posible adjudicarle unas coordenadas físicas, que, nítidamente, lo sitúan en el Sur, sin margen a la confusión ni a la duda.
Además, en quienes lo habitan (muchos de ellos seres entrañables) hay rasgos que hacen que inmediatamente nos resulten familiares. Nos suenan sus pasos, sus dramas y alegrías. Y él lo enuncia todo como si esto fuera una declaración de principios. Una certificación de la realidad. “Pues que escribir no es sólo la exhibición del dolor o de la soledad más querida”, afirma Prudencio en este Húmedo agosto.
He aquí la auténtica plasticidad de este texto que vuelve real lo inaprensible y lo hace penetrante como la pena negra. Así como la aridez, la sequedad de su paisaje, llega a calar el ánimo del lector. Es algo palpable, incluso cabe respirarlo.
Por eso no es disparatado afirmar que, mecido entre sus poderosas líneas, es posible morder el agua, masticar el aire, atrapar el viento. Cosas consideradas imposibles, como esto que digo, encuentran un cauce fiable y convincente en el relato de Húmedo agosto, que así se titula el libro que suscita estos comentarios.
Es la nueva entrega novelada de alguien que se deleita en el gozo espiritual de la literatura y la naturaleza. Ambas cosas lo salvan. Eximen de tristezas a quién, como él, se agazapa en las letras que es su tierra. Así se expresa y se desahoga. Y lo hace por varios cauces, en ocasiones asido a los versos, en otros momentos entregado a la prosa. Y si es necesario usando el heterónimo de Latino o vertiendo sus juicios y opiniones en Derivadario de Talbania. ¿Acaso podría llamarse de otro modo?
En las páginas de Húmedo agosto aprecio conmovido el hondo pulso poético de su autor. Él, mi amigo Prudencio, extrema el cuidado en las descripciones del ambiente norteño, la niebla que oprime sus picos, la yedra que trepa y devora vetustos muros de palacios abandonados.
Halla en estos parajes agrestes, donde las vacas pastan inamovibles como el tiempo, el placer de una vegetación frondosa de un verde perenne e insistente. Su contemplación le arranca metáforas y todo el conocimiento botánico que atesoran los campesinos y ganaderos de Cantabria.
Habla a través de una maraña de personajes. Se expresa, como quien tiene un don de lenguas, con diversas voces. La de Carmela, que ha viajado desde Talbania hasta esas lejanas tierras “para buscar el consuelo de un agravio que me ha provocado el amor”.
Escuchamos, en este relato cuajado de luces y sombras, a los parroquianos del Caravel, el bar refugio de estos montañeses. Sentimos a Ana, la tabernera, que atiende el negocio y desvela sus inquietudes. Es una mujer eficiente que vale un Potosí, se nos dice.
También oímos a Camila, atenazada por una densa amargura que ella, tan frágil y sin embargo rotunda, diluye en el alcohol, sabiendo el abismo al que esto le empuja.
Y nos acecha, como a la propia protagonista, la (mala) sombra de Vidal el Macaco, sus intrigas y maniobras con las que este detestable personaje atemoriza a la gente. Resulta desagradable, primario y chulo. Un peligro para Primo Juanito, a quien trata de engatusar en sus fechorías, haciéndolo acólito de su podredumbre moral.
Húmedo agosto también plantea la dicotomía norte-sur. No como polos contrapuestos, que lo son, sino como representación de dos estados de ánimo irreconciliables. La angustia sureña, la reseca y enlutada piel de un pueblo atrapado en sus costumbres atávicas. Paralizado por el miedo y receloso de las costumbres modernas. Es la Talbania en la que, a pesar de contratiempos, vigilancias y adversidades, se cuela un rayo de sol (Ramiro) para iluminar los nuevos tiempos. De eso, de esta pesada carga, se huye.
Carmela, el eje de la trama, busca serenidad y distancia en esta lejanía pasiega. Y da con ella, y la disfruta. No hay nada más que sumergirse en la belleza del lugar para comprobarlo. En estos párrafos, se pinta al detalle con derroche de sapiencia; como haría el naturalista que, en su paseo cotidiano, va identificando cada especie de la flora que le sale al paso. “Laureles y avellanos, los juncos y los helechos, espesas madreselvas y...chopos lúcidos de hojas temblorosas cual los adolescentes que se abren al primer beso de amor. Por todos lados laureles invasores, perfumados laureles...y los sauces. ¡Los venerables sauces de Cantabria!
Discurrir por el género narrativo no es algo nuevo en Salces. Le preceden valiosos testimonios probatorios de su soltura a la hora de estructurar el argumento y de perfilar los personajes. En este caso, como nota destacada, nos ofrece un discurso articulado en pasajes aparentemente inconexos pero que, juntos, van galvanizando un hilo perfectamente definido. Lo que hace es maniobras con diversas técnicas.
A modo de diario, o como cuaderno de notas, se entreteje un ir y venir en el tiempo, avanzando y retrocediendo según conviene. De esta manera, también se nos descubre un entramado sentimental. El que viven los padres y abuelos de esta hija de Talbania.
Esos tres Ramiros, prototipo de héroes que vienen a representar el cambio político y, a la vez, la inaplazable necesidad de “agiornar” sociedades tan cerradas como las de los pequeños pueblos andaluces en los años sesenta y setenta.
Con ella, con sus observaciones tomadas directamente de la fuente familiar, Húmedo agosto es un viaje en el tiempo, físico y espiritual.
Prudencio Salces, enraizado en la Campiña, resulta un escritor que sabe mirar para adentro, que tiene esa necesidad para comprender el paso del tiempo. En ese sentido, al igual que les pasa a algunos de sus personajes, se expone sin coraza.
Redacta en la cuartilla con toda naturalidad. En el folio, el poeta y el prosista, en su caso, van de la mano. La riqueza verbal aflora sin resultar recargante. No hay aquí excesos líricos sino una delicada ornamentación. “Este gozo encontrado, rutilante...beatitud, verde, quebrada y ancha la ladera del prado, y arriba...la cabaña gris, ocre de piedras pobres y uncidas de barro...”
Leo complacido estos renglones abundantes en voluptuosos jardines, tan queridos por Juan Ramón y sus tutelados hijos del 27, en cuya métrica las oraciones parecían desprender un suave perfume. A Prudencio le pasa lo que a Amancio Prada: que se solaza y se desvive por la palabra cuidada, devuelta y esmerada llevada a la voz.
Se enternece con los bosques. “Dicen – nos cuenta en unos de estos párrafos estremecidos- que si abrazas los árboles, puedes oír su voz, que te hablan como un espíritu benigno”.
Húmedo agosto resulta además un elemental manual de geografía humana. Nos refiere cualidades y defectos de sus habitantes. Y hace una relación de los nombres de sus pequeños pueblos, tan eufónicos: Polientes, Liérganes, Fontibre, Polanco, Cervatos, Renedo, Tudanca…
Por todos ellos deambulan sus personajes: la veterinaria María Sampuente, el poeta Jesús Cancio, a quien tanto se alude, y por supuesto, Tío Alberto, cuyos secretos de falso triunfador y turbulencias eróticas quedan al descubierto.
Entretenido con sus peripecias, me dejo arrastrar por un rápido caudal de acontecimientos. Pero también reparo, y degusto, pensamientos que el autor nos va dejando a cada tramo. “Pues que el ansia no es una posesión, sino el relieve de la infelicidad”.
En Cantabria, donde se cobija la luz tenue, a la lluvia mansa la llaman calabobos. Ese chirimiri termina por empapar con sus persistentes gotas menudas, casi vaporosos, leves como nube inocente.
Es igual a lo que sucede con este libro acuoso. Su lectura - en la que sobrevuela Miguel Hernández, Machado y otras predilecciones de su hacedor- apacigua el ánimo.
Reconforta, pero es verdad que también remueve algo profundo en el interior del lector. Especialmente si, como es mi caso, se es coetáneo de Prudencio.
Da la casualidad, no buscada, de que ha llegado a mí casi al mismo tiempo que Último Rollo, una obra de aforismos, asertos y sofismas de Rafael Aguilar Portero.
Nada tienen que ver entre sí en sus hechuras, salvo que ambas son confesionales, pero, creo, que se complementan muy bien.
Él, que comparte larga amistad con Prudencio, tiene otra  característica común en la que se asemejan. Ambos proceden de mundos terrenales, pero no localizados por ahora, aunque haya suficientes indicios para creer en su existencia. Uno es de Talbania. El otro de Munda.

MANUEL BELLIDO MORA
  




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