Manuel Bellido Mora
Redactor de Canal Sur Málaga
VOLVERÁS A
TALBANIA
Manuel Bellido Mora
Redactor de Canal sur Málaga
Ocurre al escribir con la determinación de atrapar episodios
fugaces de nuestra vida, quizá provenientes de los sueños ajenos. O tal vez
aquellos que les hemos oído pormenorizar a nuestros antepasados.
En ese terreno, Prudencio Salces
se desenvuelve como nadie, inscribiéndose por derecho propio en la crecida
corriente de narradores que basan su obra en los recuerdos, pues de memoria
estamos constituidos.
A partir de hechos que ha visto como
testigo directo o que le han contado es capaz de rememorar. De reconstruir lo
perdido. Y con ese material sensible y, como vemos moldeable a su antojo,
consigue guiarnos por su mundo personal, invitándonos, de paso, a la reflexión.
Desde hace algún tiempo, el
universo privado de Prudencio es un lugar denominado Talbania, de la misma
forma que Gabriel García Márquez dispone de su Macondo o Juan Benet tiene
acceso libre a Región.
La felicidad se pasea por estos
lares, como también lo hace en el ficticio Shangri La, alojado en un lugar
impreciso de la cordillera del Himalaya. Y desde luego también Los Beatles se
apuntaron a esta moda con Pepperland, como se puede observar si nos adentramos
entre los personajes de la película Yellow Submarine, donde los Blue Meanies
eran unos tercos antagonistas de los irresistibles ritmos beat.
Pero se podría citar y no
acabar. Y no se trata de eso.
En el fondo, gran parte de la
cultura occidental se apoya, se sustenta con enorme solidez, en espacios
inexistentes o sobre los que no es posible manejar una clara y rotunda certeza.
Casi siempre son aquellos que nos vienen dados por cuestiones religiosas o
fantásticas.
Talbania es una invención, eso
está claro. Pero en ningún caso en un no lugar. No es una pura abstracción. Ni
está diluido en el anonimato.
Y no lo es porque, aunque no lo
encontremos en el mapa ni se pueda acudir a él conducidos por el más infalible
GPS, sí que es posible adjudicarle unas coordenadas físicas, que, nítidamente,
lo sitúan en el Sur, sin margen a la confusión ni a la duda.
Además, en quienes lo habitan
(muchos de ellos seres entrañables) hay rasgos que hacen que inmediatamente nos
resulten familiares. Nos suenan sus pasos, sus dramas y alegrías. Y él lo
enuncia todo como si esto fuera una declaración de principios. Una
certificación de la realidad. “Pues que escribir no es sólo la exhibición del
dolor o de la soledad más querida”, afirma Prudencio en este Húmedo agosto.
He aquí la auténtica plasticidad
de este texto que vuelve real lo inaprensible y lo hace penetrante como la pena
negra. Así como la aridez, la sequedad de su paisaje, llega a calar el ánimo
del lector. Es algo palpable, incluso cabe respirarlo.
Por eso no es disparatado
afirmar que, mecido entre sus poderosas líneas, es posible morder el agua,
masticar el aire, atrapar el viento. Cosas consideradas imposibles, como esto
que digo, encuentran un cauce fiable y convincente en el relato de Húmedo agosto, que así se titula el
libro que suscita estos comentarios.
Es la nueva entrega novelada de
alguien que se deleita en el gozo espiritual de la literatura y la naturaleza.
Ambas cosas lo salvan. Eximen de tristezas a quién, como él, se agazapa en las
letras que es su tierra. Así se expresa y se desahoga. Y lo hace por varios
cauces, en ocasiones asido a los versos, en otros momentos entregado a la
prosa. Y si es necesario usando el heterónimo de Latino o vertiendo sus juicios
y opiniones en Derivadario de Talbania. ¿Acaso podría llamarse de otro modo?
En las páginas de Húmedo agosto
aprecio conmovido el hondo pulso poético de su autor. Él, mi amigo Prudencio,
extrema el cuidado en las descripciones del ambiente norteño, la niebla que
oprime sus picos, la yedra que trepa y devora vetustos muros de palacios
abandonados.
Halla en estos parajes agrestes,
donde las vacas pastan inamovibles como el tiempo, el placer de una vegetación
frondosa de un verde perenne e insistente. Su contemplación le arranca
metáforas y todo el conocimiento botánico que atesoran los campesinos y
ganaderos de Cantabria.
Habla a través de una maraña de
personajes. Se expresa, como quien tiene un don de lenguas, con diversas voces.
La de Carmela, que ha viajado desde Talbania hasta esas lejanas tierras “para
buscar el consuelo de un agravio que me ha provocado el amor”.
Escuchamos, en este relato
cuajado de luces y sombras, a los parroquianos del Caravel, el bar refugio de
estos montañeses. Sentimos a Ana, la tabernera, que atiende el negocio y
desvela sus inquietudes. Es una mujer eficiente que vale un Potosí, se nos
dice.
También oímos a Camila,
atenazada por una densa amargura que ella, tan frágil y sin embargo rotunda,
diluye en el alcohol, sabiendo el abismo al que esto le empuja.
Y nos acecha, como a la propia
protagonista, la (mala) sombra de Vidal el Macaco, sus intrigas y maniobras con
las que este detestable personaje atemoriza a la gente. Resulta desagradable,
primario y chulo. Un peligro para Primo Juanito, a quien trata de engatusar en
sus fechorías, haciéndolo acólito de su podredumbre moral.
Húmedo
agosto también
plantea la dicotomía norte-sur. No como polos contrapuestos, que lo son, sino
como representación de dos estados de ánimo irreconciliables. La angustia
sureña, la reseca y enlutada piel de un pueblo atrapado en sus costumbres
atávicas. Paralizado por el miedo y receloso de las costumbres modernas. Es la
Talbania en la que, a pesar de contratiempos, vigilancias y adversidades, se
cuela un rayo de sol (Ramiro) para iluminar los nuevos tiempos. De eso, de esta
pesada carga, se huye.
Carmela, el eje de la trama, busca
serenidad y distancia en esta lejanía pasiega. Y da con ella, y la disfruta. No
hay nada más que sumergirse en la belleza del lugar para comprobarlo. En estos
párrafos, se pinta al detalle con derroche de sapiencia; como haría el
naturalista que, en su paseo cotidiano, va identificando cada especie de la
flora que le sale al paso. “Laureles y avellanos, los juncos y los helechos,
espesas madreselvas y...chopos lúcidos de hojas temblorosas cual los
adolescentes que se abren al primer beso de amor. Por todos lados laureles
invasores, perfumados laureles...y los sauces. ¡Los venerables sauces de
Cantabria!
Discurrir por el género
narrativo no es algo nuevo en Salces. Le preceden valiosos testimonios
probatorios de su soltura a la hora de estructurar el argumento y de perfilar
los personajes. En este caso, como nota destacada, nos ofrece un discurso
articulado en pasajes aparentemente inconexos pero que, juntos, van
galvanizando un hilo perfectamente definido. Lo que hace es maniobras con
diversas técnicas.
A modo de diario, o como
cuaderno de notas, se entreteje un ir y venir en el tiempo, avanzando y
retrocediendo según conviene. De esta manera, también se nos descubre un
entramado sentimental. El que viven los padres y abuelos de esta hija de
Talbania.
Esos tres Ramiros, prototipo de
héroes que vienen a representar el cambio político y, a la vez, la inaplazable
necesidad de “agiornar” sociedades tan cerradas como las de los pequeños
pueblos andaluces en los años sesenta y setenta.
Con ella, con sus observaciones
tomadas directamente de la fuente familiar, Húmedo agosto es un viaje en el
tiempo, físico y espiritual.
Prudencio Salces, enraizado en
la Campiña, resulta un escritor que sabe mirar para adentro, que tiene esa
necesidad para comprender el paso del tiempo. En ese sentido, al igual que les
pasa a algunos de sus personajes, se expone sin coraza.
Redacta en la cuartilla con toda
naturalidad. En el folio, el poeta y el prosista, en su caso, van de la mano.
La riqueza verbal aflora sin resultar recargante. No hay aquí excesos líricos
sino una delicada ornamentación. “Este gozo encontrado, rutilante...beatitud,
verde, quebrada y ancha la ladera del prado, y arriba...la cabaña gris, ocre de
piedras pobres y uncidas de barro...”
Leo complacido estos renglones
abundantes en voluptuosos jardines, tan queridos por Juan Ramón y sus tutelados
hijos del 27, en cuya métrica las oraciones parecían desprender un suave
perfume. A Prudencio le pasa lo que a Amancio Prada: que se solaza y se desvive
por la palabra cuidada, devuelta y esmerada llevada a la voz.
Se enternece con los bosques.
“Dicen – nos cuenta en unos de estos párrafos estremecidos- que si abrazas los
árboles, puedes oír su voz, que te hablan como un espíritu benigno”.
Húmedo
agosto resulta
además un elemental manual de geografía humana. Nos refiere cualidades y
defectos de sus habitantes. Y hace una relación de los nombres de sus pequeños
pueblos, tan eufónicos: Polientes, Liérganes, Fontibre, Polanco, Cervatos,
Renedo, Tudanca…
Por todos ellos deambulan sus
personajes: la veterinaria María Sampuente, el poeta Jesús Cancio, a quien
tanto se alude, y por supuesto, Tío Alberto, cuyos secretos de falso triunfador
y turbulencias eróticas quedan al descubierto.
Entretenido con sus peripecias,
me dejo arrastrar por un rápido caudal de acontecimientos. Pero también reparo,
y degusto, pensamientos que el autor nos va dejando a cada tramo. “Pues que el
ansia no es una posesión, sino el relieve de la infelicidad”.
En Cantabria, donde se cobija la
luz tenue, a la lluvia mansa la llaman calabobos. Ese chirimiri termina por
empapar con sus persistentes gotas menudas, casi vaporosos, leves como nube
inocente.
Es igual a lo que sucede con
este libro acuoso. Su lectura - en la que sobrevuela Miguel Hernández, Machado
y otras predilecciones de su hacedor- apacigua el ánimo.
Reconforta, pero es verdad que
también remueve algo profundo en el interior del lector. Especialmente si, como
es mi caso, se es coetáneo de Prudencio.
Da la casualidad, no buscada, de
que ha llegado a mí casi al mismo tiempo que Último Rollo, una obra de aforismos, asertos y sofismas de Rafael
Aguilar Portero.
Nada tienen que ver entre sí en
sus hechuras, salvo que ambas son confesionales, pero, creo, que se
complementan muy bien.
Él, que comparte larga amistad
con Prudencio, tiene otra característica
común en la que se asemejan. Ambos proceden de mundos terrenales, pero no
localizados por ahora, aunque haya suficientes indicios para creer en su
existencia. Uno es de Talbania. El otro de Munda.
MANUEL BELLIDO MORA
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