Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

lunes, 2 de septiembre de 2013

La terraza




Ahora él se ha ido, se murió, la soledad también es un encanto como cualquier caricia, piensa ella sentada en la terraza. Compraron ese piso por la enormidad de la terraza que tanta ilusión le producía al marido, pero a ella le sobraba el espacio vacío de imprevistos. A las visitas las recibían en el salón y desde ahí se marchaban tras el café. Ningún amante escaló a la terraza en las horas precisas. Tampoco un niño correteaba por allí con su bicicleta de juguete. Aun sin darse cuenta de las sensaciones oclusivas que su mujer sentía en la gran terraza, influido por la vecindad tal vez o quizá por su ascenso en el trabajo (pues había sido nombrado catedrático recientemente), o vete a saber si por un capricho de poder, el marido compró macetas de plástico duro y otras de cerámica verde y arriates largos de fibrocemento donde sembró tanto tipo de plantas como le vino en cuenta. Nunca hasta entonces le había interesado el ámbito de la botánica, pero con aquella hermosa terraza pensó, y bien que equivocado, su mujer se encontraría más a gusto. Entonces ella se sentía más agobiada y pequeña en ese espacio que había que cuidar todos los días. 

Si el lector condescendiente así lo aprueba, pasamos sin detallar qué plantas y flores de terraza compró y sembró y dejó al cuidado de su esposa el hombre. Ella también tenía su trabajo, pero él llegaba tarde y cansado a casa y para entonces las flores de la terraza ya debían de estar regadas y cuidadas. Había que eliminar gusanos que taladran las hojas, insectos que se apoderan de todo, barrer las hojas secas que caían y ensuciaban el suelo a diario. Así trascurrieron unos años sin que un hijo u otros imprevistos ajenos al matrimonio ocurrieran en la vida de la mujer que digo. Y un día el hombre se murió: de algo, no recuerdo si de un infarto o de un dolor de huesos, solo sé que se murió de prisa, como venía viviendo. Ella se quedó tranquila y fue cuando dispuso eliminar todas las flores con las que el marido había invadido la terraza que la mujer debía mantener con decoro y con paralela desgana. Esa tarde de otoño, con la gran terraza vacía y abierta a las salidas del sol, sacó una silla del comedor y, tras encender su primer cigarrillo de viuda, se dijo para sí: «La soledad también es un encanto y además un camino». Exhaló una bocanada de humo y puntualizó, tragando su amargura, como quien se desprende del manto de una noche: «¡Qué leches!»

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Viva la soledad con uno mismo, a encontrarse con uno aún sabiendo que hay gente que te quiere

Caminante dijo...

Qué descanso el de la sra.
Ya, tranquila, sin que le organicen la vida

Buena noche: PAQUITA

Ana Aneiros dijo...

A veces lo mejor es renunciar a ciertas herencias. Por muy bella que sea, una carga es una carga. Pero qué envidia de terraza.
Un abrazo fuerte,
Ana.