Evgueni Stuchenko: A la izquierda muchachos, a la izquierda, pero nunca más a la izquierda de vuest

jueves, 29 de noviembre de 2007

La Viuda de Carlos III





Hubo un tiempo feroz y trasnochado durante el cual las calles de Talbania, como estaba mandado, tuvieron nombres distintos a los suyos naturales que le venían de antiguo. La actual Calle Antonio Márquez y Gálvez, por ejemplo, conocida como Calle del Prócer por la gente, lució la placa de Calle del Instigador Primero. El Instigador Primero no tenía nada que ver con nuestro hombre, ni tan siquiera con la historia y el devenir del pueblo, sino que fue uno de los principales jefes militares que provocaron y ganaron la Guerra. Creemos recordar que su nombre de pila fue Gonzalo, pero en Radio Sevilla adquirió muchos adeptos a la rebelión y la gente lo conocía, nos dicen, por Queipo de Llano. Y así casi todos los nombres, sin reparos ni horror a la venganza. Porque fue una Guerra aquella que no solo ocasionó muchísimos muertos entre hermanos, sino que fue coronada por los vencedores con la insignia vejatoria de la Venganza. Por eso, la Calle de las Piedras, fíjense ustedes, siendo la más bonita del lugar pasó a llamarse Calle del Asesino Número Uno; a la Calle Rabindranah Tagore, sin beberlo ni comerlo, le pusieron Calle del Fusilador Voluntario; al Paseo del Río, del Represor Perpetuo. ¿Notan la diferencia?


La de Carlos III, entre otras pocas dedicadas a santos y cobayas frailucos, fue de las que conservó su nombre, y eso se explica porque, según las crónicas reales, o según las leyendas orales que ya están en Internet, aquel rey acrecentó con nuevos habitantes lo que en sus tiempos era un poblado de casuchas junto al río, convirtiéndolo en una población dotada de municipio, escrituras de propiedad de las parcelas y canalización de las aguas fecales. Vinieron nuevos pobladores de otros mundos y entonces comenzó la historia comunal, porque hasta aquel siglo no había más que registro de nacimientos y defunciones en la casa del cura, que no era ni una parroquia de verdad. Mas el hecho convencional de haber sido el rey, en su mocedad y en Sevilla, cómplice de fray Sebastián de Jesús, franciscano mendicante y orfebre de amuletos milagrosos que nació aquí, es lo que mereció que su nombre no desapareciera del callejero inocente. Eran tan amigos, y tan adivino el divino fraile, que en una ocasión que el príncipe viajó a otros sus reinos atravesando el mar, fray Sebastián lo previno ante una grande tempestad que lo puso en peligro real. Pero Carlos llevaba uno de sus crucifijos hechos con mano de santo y llegó la mar de bien a nuevo puerto. La tempestad le perdonó la vida o el talismán se la salvó, una de dos. A Carlos III se le debe, en parte, que fray Sebastián de Jesús subiese a los altares, donde dicen que está, porque fue quien promovió su canonización debido a la reputación de santo que cosechó en vida. Todo un lujo para un pueblo que aún no aparece ni en los mapas.


En esta calle principal vivía en tiempos felices Blimunda del Santo Amor, mujer muy rica que enviudó temprano. Y además sin hijos ni cortapisas para los asuntos domésticos. El mismo día que enterró a su esposo examinó archivos, cuentas bancarias, deudas pendientes y recibos sin cobrar. Al día siguiente, o al otro, enlutada pero sin llanto a la vista, saneó su negocio casa por casa, sola, sin alguacil ni secretario alguno pegado a su faltriquera. Pagó portes de arrieros y recados de cosarios y jornales de albañiles, corretajes de compras recientes que la confianza de su esposo dejaba para otro día, liquidó la compra de la última maquinaria con la que el finado había levantado un pequeño imperio. Joder, con la Viuda, decía el personal extrañado cuando la vieron tan resuelta, tan joven y tan adusta y tan sin pena aparente.


Además de su fortuna y su resolución inaudita tenía otras cualidades que le dieron fama: sin ser devota de misal y rosario, iba a misa siempre sola; sin engolarse de corrido con joyas ni vestidos lucientes, no faltaba a procesión alguna, y se hacía notar; siendo mujer recatada, enemiga de chismes y corrillos, no faltaba a los actos de sociedad. Aunque ni una sola conversación animara con su caletre, pues se limitaba a contestar con recortes si la interpelaban, todos la tenían siempre en cuenta. No era guapa ni nada, pero al ser joven y rica La Viuda, como en los folletines costumbristas, no le faltaron pretendientes de distinto calibre, pero ella los despachaba con aridez y santas pascuas. Siguió por largos años siendo únicamente La Viuda.


Al principio se la conocía como La-Viuda-De-Su-Esposo, cuyo nombre no han llegado a desvelarnos. Tenía tantas tierras en arriendo y cantidad de almacenes alquilados que podía disponer de la voluntad de sus deudores porque así lo establecía la costumbre servicial. De tal modo que si alguno descuidaba unos días en pagar la renta, ella se personaba en su trabajo y no a por el dinero, sino con la advertencia escueta de recordarle su dirección.

─¿Usted no sabe dónde vivo yo? ─dicen que les decía.

─Pues claro, señora Blimunda.

─¿Dónde vivo yo?

─Donde va a ser, en Carlos III.

─Pues ahí es donde tienes que ir mañana, y todos los meses, a pagarme. Eso es lo único que te digo.



Fue por eso por lo que, a sus espaldas, la gente la mencionaba mayestáticamente como La Viuda de Carlos III. Por sus rigores y altivez se fue olvidando el nombre de Su-Esposo, o bien que su carácter impuso su presencia hasta al recuerdo del difunto añejo y al significado honorable de su propio nombre. Hay mujeres así, no lo dudamos. Y con ese mote aristocrático, distanciador y mitológico, hablan las gentes de ella todavía transmitiéndose un determinado temor por lo desconocido. Desconocido pero cierto. Porque lo que ocurrió una vez y fue la hostia de terrible, no lo olvidan los nietos a menos que sean lerdos de remate.

Murió en Écija, y allí debe estar enterrada y quietecita. Murió en Écija porque allí se casó ya vieja con el abogado que le llevaba el mangoneo de las escrituras y pleitos y porcentajes.

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