Esto de huir hacia adentro pienso que es la fórmula más natural del idealista enamorado de su tierra que he sido siempre, y, en consecuencia, también la actitud de un hombre que no tiene nada que perder y vive confiado en la tranquilidad de su conciencia.
Juan Belemonte y José María de Cossío, autor de la Enciclopedia Los Toros, en la que trabajó Miguel Hernández
Ahora, con el nuevo estado de cosas, con la insidiosa terquedad de Franco a la cabeza del país que está aniquilando de varios modos y al cual con más vesania a los vencidos, con fusilamientos en masa, con cárceles y hambre, con el desasosiego del exilio masivo, con el olvido de los desterrados, ahora, repito, lo que queda de España no se luce con el valor de la honradez y ha perdido mérito, categoría, está devaluado por la precariedad del momento y la obligación de hallar una salida a la costumbre de vivir enquistado en el miedo.
Y esta es la gran contradicción que me condujo al error, y de éste a la cárcel, y de la cárcel a la enfermedad progresiva: ser un hombre honrado y buscar la vida en la costumbre del calor materno; el mismo o similar calor que emana del vientre de la esposa, así como el que se percibe en el cuerpecito del hijo cuando se le abraza. Sí, se me puede acusar, por tanto, que ese error mío es la consecuencia de un proceder harto primario, cuando de lo que se trataba en aquellos momentos era simplemente y crudamente de salvar el pellejo. Así me lo hicieron ver grandes y otros confiables amigos: Cossío, María Teresa León, María Zambrano, Pablo, Vicente, Max Aub…Todos tenían razón y me invocaban: ¡sálvate! Pero yo había escrito unos cuentos versos, desde mi adolescencia hasta entonces, en los que iba configurando el hombre sin miedos que quería ser.
Ellos, en sus exilios y sus países de acogida, aún no sabrán que estoy salvado. No sé por dónde andará cada uno de los amigos y poetas y artistas que confiaron y avalaron mi presencia. Excepto Vicente Aleixandre, que no ha dejado de contribuir, junto con el embajador de Chile, para el condumio de mi pobre familia y de mi amor propio, todos están desaparecidos por el momento. Pero si consigo mejorar del todo y poder escribir, me reuniré con ellos otra vez.
Y seguiré escribiendo: con mi nombre, con mi voz, con la sangre que me dejen y con la libertad que me permitan estos nuevos dueños de España. De momento estoy solo, solo con Josefina y nuestro hijo, pero yo seguiré escribiendo versos y teatro, tal vez una novela autobiográfica para que mis amigos sepan que no he muerto. Sí, eso es, Miguel, apenas tenga fuerzas suficientes, aquí en el hospital, en la cárcel si me vuelven a encerrar o en nuestra humilde casita de Cox si allí me dejaran vivir tranquilo. (Ah, ¡qué bien me vendría para este oficio la casona de Tudanca que me ofreció José María de Cossío para mi refugio y consuelo cuando aún disponía de mis energías! Cuando era un perseguido y no sabía cómo huir, ni adónde. Pero igual ahora, pese a mi pobreza y estado la desdeñe, ya que aquel amigo no tuvo en cuenta mi integridad al ir al la cárcel de Ocaña con otros falangistas para que yo renunciara de mi pasado y me hiciese adicto al nuevo régimen. ¡Qué poca consideración, José María! No aprenderá uno a saber cuáles son los amigos de verdad).
Donde quiera que esté escribiré una historia en la que los personajes no sean héroes de novela fantástica, sino los derrotados de mis amigos, los que murieron luchando, como el cubano Pablo de la Torriente Brau que me donó la tierra de sus brazos y su pecho ensangrentados como si de un tributo de los hombres valientes y decididos se tratase. ¡Pobre Pablo, tan bien que te reías y cantabas! Y serán también personajes de mi verdadera historia aquellos que fusilaron delante de mis narices mientras a mí me esperaba la pena capital, ese fusilamiento desmañado, a borbotones de prisa y sinsentido, casi a oscuras, en el que los propios soldados han de cerrar sus ojos para no ver en los brotes de sangre calientemente airada sobre el muro su misma muerte. ¡Pobres soldados que aniquilaron a la orden de fuego a tantos de mis amigos y compañeros, quienes sabían que yo también les seguiría otra madrugada cualquiera. ¡Pobres compañeros y amigos míos que por mucho que les recuerde en la historia que voy a escribir no sabrán nunca que he sobrevivido por la desfachatez afortunada de casarme por la iglesia con Josefina! Solo me abona el consuelo de que al estar muertos de verdad sus conciencias me han perdido de vista para siempre. Hasta incluso después que yo muera verdaderamente. Fuimos solidarios en la lucha y ante la derrota y yo escribiré sobre ellos para solidarizarme y solidarizarlos en el recuerdo de la esperanza y de los ideales grandes, hasta que el recuerdo mío estrujado hasta los tuétanos los convierta en memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario