Por la salida sur del
pueblo, en una ampliación de la vereda, estaba el vertedero municipal. Antes todos
los residuos iban a parar al muladar que había en el corral de cada casa. Allí
se pudrían, mezclados con las defecaciones de los animales, y con el tiempo se
hacía estiércol. En nuestra casa, como había mulos y bastantes cabras, se
sacaba cada año una buena cantidad de estiércol que se utilizaba tanto para
abonar los olivos como para venderlo cuando sobraba. Todos los años sobraba
porque los olivos no eran muchos: apenas una hectárea en la que había sembrados
tan solo 52 ejemplares de diversa especie. Igual los había hojiblanca como
picual y lechines. No se obtenía una gran producción de aceituna, pero la
suficiente para producir el aceite que se consumiera en la casa para todo el
año. Pero llegó el tiempo de recoger la basura con un carro tirado por un mulo.
Una modernidad. No se utilizaban bolsas de plástico entonces. Los residuos,
tanto biológicos como materiales, se echaban en un cubo grande que se dejaba a
la puerta de la casa y el basurero los iba vertiendo sobre el carro. Así se
pasaba el día entero, recogiendo los cubos de todas las calles y dando viajes
al vertedero. Como quiera que el vertedero era tan solo un montón de sobrantes
de todo tipo y estaba a campo abierto, los días que hacía viento se cubría la
vereda de periódicos y de hojas sueltas de todo tipo. Hasta una carta me
encontré una vez. Una carta de una novia a su novio en la que no le hablaba de
amor, sino de cosas referentes al melonar desde donde se la escribiera. Por lo
tanto, lo más provechoso que yo sacaba de aquel vertedero eran los periódicos.
Los periódicos viejos que yo recogía del vertedero municipal fueron de gran
ayuda para mis inicios de cabrero, pues todos los días salía por esa vereda con
la piara de cabras a carearlas por los padrones en invierno y primavera y por
los rastrojos durante el verano. De esos periódicos, o en ocasiones solo hojas
sueltas, aprendí grandes cosas de las que no pude instruirme en la escuela ni
en instituto alguno. Ahora que lo pienso, tal vez de esa curiosidad mía por
leer los periódicos viejos, junto con unas revistas católicas (cuyo nombre no
recuerdo) que mi hermano Valentín traía del seminario donde estudiaba, fueran
la espita que despertó mi interés por la literatura. Por aquellas fechas de mi
adolescencia yo tenía mucho respeto por todo lo escrito, pero en mi casa no
había libros, excepto un Quijote resumido,
tal vez con destino a escolares. Dudo que mi padre comprase ese libro, y se me
ocurre pensar que tal vez lo comprara mi hermano el mayor, Currito, que al
parecer fue un joven aplicado. Por supuesto que esa edición incompleta del Quijote la conservo yo. También recuerdo
que en la casa había una historia novelada del bandolero José María el
Tempranillo. Pero ese librito se perdió.
Pues bien, siguiendo con los periódicos que recogía del
vertedero municipal que estaba al lado de la vereda, en un lugar llamado La cuesta blanquilla, yo leí artículos
del ABC tanto de José María Pemán como de Azorín. No recuerdo bien si a Azorín
lo leí en ese diario, pero sí que de él leí por primera vez algo sobre el
estilo en la literatura. Y eso me llamó mucho la atención: que para escribir
había que tener estilo. Yo leía por igual las páginas que hablaban de política
como las de cultura, que eran menos, pero que a mí me sustanciaban más que las
primeras. Leía las noticias igual que las críticas a libros. Esto último creo
recordar que era lo que más llamaba mi atención: el conocer nombres de
escritores y aprenderme los títulos de sus libros. Libros que no podría leer de
ningún modo, pues ni tenía dinero para ello ni en el pueblo había librería
alguna. Lo que ocurrió fue que de mis hermanos mayores, que antes que yo habían
vendido la leche, aprendí a sisar algunas pesetas diarias de esa venta que se
realizaba por las mañanas. Era lo primero que hacía todos los días apenas me
levantaba, ordeñar y vender la leche en presencia de las mujeres que iban a
comprarla a nuestra misma casa. Como quiera que las puertas de la calle se
abrían apenas se levantaban mis padres, recuerdo que el primer cliente todos
los días era un viejo impaciente que se ponía al pie de la escalera que daba a
la cámara donde yo dormía y todos los días me echaba la misma monserga para que
me levantara, que no era otra que el siguiente refrán: Al hombre pobre la cama
se lo come. De modo y manera que como mi hermano Gaspar o mi hermano Ángel me
advirtieron, yo podía quedarme con algunas pesetas cada día y así tener mis
propios ahorros. Mi madre no las echaría de menos, aunque si lo notaba nunca me
dijo nada al respecto. Y con esos ahorrillos, fue como comencé a comprarme
algún que otro libro.
3 comentarios:
Recuerdos escritos con sencillez y con una gran hermosura literaria. En línea con algunas cosas que dices, yo recuerdo de niño, cuando al final del almuerzo, llegaba a mi casa una chica, Carmen se llamaba, a recoger en un cubo los restos de comida para alimentar al cochino que cebaba en su casa. Cuando llamaba cada día a nuestra puerta, corríamos adonde estaba mi madre y le decíamos "Mamá, es Carmen la de los desperdicios". En aquella época, prácticamente todos los restos eran orgánicos, ya que no había plásticos, ni bolsas, ni latas,...
Supongo que sabes cuánto me alegro de volverte a leer. No puedes o no debes dejar a tus lectores sin estas entradas, igual que tu no podías dejar de leer por aquella época todo lo que caía en tus manos...
Soy Alfonsa, no Unknown. Se ve que no he puesto bien mi identidad, perdón.
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