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martes, 26 de mayo de 2020

A mis abuelas


A mis abuelas sí que las conocí. Bueno, a “una y media”. 

Rubén Latino Salces

La “media abuela” fue en realidad la Tita Paca, que se hizo cargo de 2 niñas adolescentes (mi madre con 13 años) cuando mi abuela de verdad, la que parió a mi madre y a su hermana, murió joven con problemas del corazón. Por aquellos años de España en blanco y negro, donde el Hospital Reina Sofía no era especialista en cardiología todavía, y donde comerse un plátano era todo un lujo (ya que al pueblo no llegaban), mi abuela, muy guapa según las fotos que he visto de ella (y sin maquillaje) regentaba una tienda de ultramarinos. Me encanta esa palabra y ese concepto. Vendían chacinas, legumbres y conservas y mi madre, de niña, detrás del mostrador también. Mi abuela crió a sus hijas a pesar de su delicada salud. Pues eso, que la Tita Paca, además que cuidar de su marido, el Tito Juan, y del Tito Pepe, uno de sus hermanos (y actor secundario en la novela “Húmedo Agosto”), cuidaba de sus ahijadas en luto. Con el paso de los años, estas seudohijas se casaron y sus retoños llegamos a ser seudonietos de ella. La casa de la calle Nueva era lugar de encuentro para estos niños, ya fuese para chiflar al canario; jugar con la Chuli, esa perrita de 100 años; ayudarle a colgar los melones en el techo pa que aguantaran tol verano, o simplemente, estar con ellos comiendo palillos de pan como manjar. La Tita Paca dejó de vivir físicamente un 23F, un par de décadas después de simulacro de Golpe que nos cambió en este país.

La “abuela entera”, Paca la de los huevos, fuerte y ejemplo a seguir de mujer trabajadora, dio a luz muchas veces. Doce con éxito. En mayo de 2020, Coronavirus mediante, todavía viven los doce y se quieren, que eso es también muy importante. La casa de la CallEmpedrá me parecía enorme de niño. En realidad, era gigantesca. No solo la estructura, con muros de casi 1 metro de ancho (imagínate el precio que tendría esa casa en Calle Núñez de Balboa); sino también en espacios abiertos: el patio, como buen patio cordobés, llenito de flores bien cuidadas; la cuadra, donde descansaba el ganao antiguamente y donde se acumulaban chismes posteriormente; y el corral, inmenso. En el corral cabrían 2 campos de fútbol perfectamente (a lo mejor no con las medidas reglamentearias). Había espacio de sobra para rosales, gallinas, nietos de distintas edades y la higuera! Punto de encuentro obligado, no de obligación, sino de devoción para todos, los 27 nietos. A todos nos conoció, a todos nos dijo en algún momento “Bendecido seas” con un pellizquito en la mejilla y a todos nos dio las buenas noches. Sobre todo los meses que hacíamos “mudanza” a su casa. Ya que una vez que quedó viuda, primero por acompañarla y después por acompañarla y cuidarla, como eran doce hermanos, la cuenta salía rápido: un mes cada uno “an ca labuela”. 

Los primos montalbeños nos veíamos con más frecuencia, aunque de edades muy distantes y con aficiones diferentes. Cuando venían los primos “de fuera” era una atracción. Ya fuesen los cordobeses, el madrileño o los de Bilbao. El seseo con el que nos contaban anécdotas a mí me dejaban trastocao. Mención aparte cuando venían “los alemanes” y la Tita Josefita con bombones Toffifee para todos. Alucinante. Quizá a ella le deba mi felicidad al tomar chocolate con avellana. La abuela se cansó de sufrir y se marchó un 11S,  algún año después del acto aquel que cambió el mundo.

El cromosoma X aportado por las abuelas, esa ternura y tranquilidad que suelen trasmitir, junto a esa mal denominada “malcrianza” (yo creo que es biencrianza porque produce placer) es de lo mejorcito que nos aportan las abuelas. Sin ellas, nada sería posible. Vivan las abuelas.

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